domingo, 31 de octubre de 2010

Acrópolis



Aguada a sanguina. 1993.


Antes de la Alhambra (trabajo que puede verse en las entradas de agosto de  2010 en este blog) el profesor de 'Análisis de Formas' quiso que hiciéramos un trabajo de prueba. Nos repartió una serie de fotografías y fotocopias, entre las cuales se encontraba una vieja imagen en blanco y negro y sin pie de foto. Reproduje como pude aquel paisaje; de hecho nunca supe si eso que se aprecia entre las peñas, en primer plano, eran ovejas, simples piedras o matorrales. Lo que sí se distinguía claramente era la colina amurallada que está culminada por un suntuoso templo helénico.
Tuvieron que pasar más de 5 años para darme cuenta de que aquello que dibujé era la acrópolis de Atenas. El sonrojante descubrimiento se produjo durante el viaje de fin de carrera, al enfilar el acceso al famoso enclave, ascendiendo por el camino que se adivina en la pintura.
La ciudad, inmensa y caótica, se extiende ahora alrededor de la acrópolis como un desordenado manto de bloques grisáceos que se pierden en un horizonte saturado de contemporáneo vaho urbano. Sin embargo, aún hoy uno siempre puede ponerse de puntillas y alzar la vista por encima de la marea humana. Allá arriba, como las dos puntas de un compás manejado por alguna caprichosa deidad pagana, a buen seguro que reconoceremos de un lado el referido promontorio coronado por el Partenón, y de otro, la cumbre del Monte Licabeto (la colina del fondo en la aguada). Desde éste último, tal vez algún día, si la contaminación se disolviese al menos por unos instantes, pueda volver a divisarse el Golfo Sarónico y allí, las islas de Salamina y Egina.

sábado, 23 de octubre de 2010

La línea de imposta


A los nómadas (…) les gusta recoger sus recuerdos para ponerlos a salvo de las represalias.
Crónica del Alba. Ramón J. Sender

El mensaje que acabo de leer hace que escriba lo siguiente. En la dudosa tarea de relatar pequeñas historias han desfilado durante el último año diversos personajes que, con mayor o menor grado de ‘hiperrealismo,’ provienen de los rescoldos de una memoria poco fiable. Dicha labor ha estado a menudo amenazada por el miedo a mostrar aquello que pudiera de algún modo deslucir la imagen inevitablemente mítica que de ellos se proyecta en la caverna que aloja mi mala cabeza.
Desde el principio pensé en la posibilidad de pintar alguna de las escenas compartidas con el señor Jesús, pero algo relacionado con lo anterior lo impidió. Ahora, la noticia recibida me sentencia a dar este paso ya que antes incurrí en las faltas que él mismo señaló de mi predecesor. En el mismo momento en que lo conocí mostró su decepción por el hecho de que la persona a la que yo venía a relevar no se hubiera despedido de él. Era mi primer día de trabajo como arquitecto municipal de aquel pueblo en el centro de esta región apartada. Desde entonces, los encuentros entre ambos se fueron sucediendo cada semana, con una agradable cotidianeidad que ya nunca volví a encontrar en ninguno de los lugares por los que seguiría deambulando.
Su despacho de juez de paz estaba junto al que yo ocupaba, al fondo de un pasillo umbrío. Con aspecto de estar siempre atareado en todo tipo de empresas, solía aparecer hacia el final de la mañana, como buscando un momentáneo respiro; entraba sin llamar, saludando jovialmente. Andaba con una ligera inclinación hacia delante, subrayada por la corcova de su espalda. A pesar de los años que aparentaba, la picaresca expresión de sus pequeños y redondos ojos, junto con la prominente nariz y unas generosas mejillas rosadas, contrarrestaban cualquier sospecha de languidez. Viendo la forma que tenía de conducirse, las únicas afecciones que podrían achacársele oscilarían entre la logorrea y una cierta hiperactividad. Muchas veces se sentaba delante de mi mesa cuando yo andaba enfrascado en algún informe. Consciente de que en ocasiones yo no atendía a lo que decía, él me exoneraba de culpa y continuaba un monólogo que necesariamente había de ser emitido aun sin receptor. Tampoco faltaron mis visitas a su despacho, que hacía las veces de archivo local del registro civil, aunque más bien ofrecía el aspecto de una olvidada biblioteca solariega. Los polvorientos legajos de una estantería de mecano custodiaban un preciado incunable compuesto por una botella de pitarra, un trozo de patatera, otro de pan, y un par de chatos de plástico enmohecido. De todo ello dábamos cuenta mientras resolvíamos los misterios de la vida, con la ayuda de las Sagradas Escrituras y de las enseñanzas del sindicalismo obrero de las que hacía gala al unísono. Pero no era ésta una actividad estrictamente clandestina sino que tales conversaciones asimétricas solíamos también mantenerlas en la barra del bar de la plaza o mientras recorríamos las accidentadas calles que rodeaban el ayuntamiento.
Un día me llevó a su casa; un viejo inmueble de buena traza y un par de plantas de altura, en la zona más antigua del casco urbano. Allí conocí a su mujer; a diferencia de él, hablaba muy poco, lo que en absoluto me hizo sentir incómodo. Tenía una sonrisa que recordaba a la de las chiquillas que juegan en el parque. Según me contó el señor Jesús, ella apenas podía salir fuera por culpa de sus maltrechas piernas.
Otro día, poco antes de marcharme definitivamente, pude aceptar por fin su invitación de acompañarle a la famosa basílica visigótica de la que él era el orgulloso custodio. Estaba a pocos kilómetros siguiendo el camino de la fuente. Es curioso pero, en medio de suaves colinas repletas de encinas hasta el horizonte, recuerdo sobre todo el silencio; un placentero silencio sólo interrumpido con las indicaciones indispensables de ese magnífico cicerone. Una vez dentro del monumento, casi en un susurro, reclamaba mi atención para que me fijara en los detalles de la restaurada construcción. Desprovisto de toda pompa erudita pero cargado de emocionado entusiasmo, posaba una mano sobre mi hombro mientras la otra señalaba aquí y allá diversos aspectos que él consideraba interesantes. Tanto la mampostería de los muros como la sillería de los refuerzos carecían de revestimiento u ornamento alguno. Bastaba la luz envuelta en esos volúmenes para notar la gravedad de la arquitectura. Sin embargo, el señor Jesús reparaba en la línea de imposta desde la que bóvedas y arcos configuraban su particular universo curvo. Estaba realizada con una sucesión continua de alargadas piezas de mármol blanco que destacaba en el conjunto. Rodeada de tosca piedra y argamasa, su pulida y brillante superficie parecía deslumbrarle.
Hace un par de semanas tuve el impulso de escribir un relato sobre él, pero esa especie de pudor del que hablé al principio me asaltó de nuevo. Pregunté por él y supe que estaba enfermo. Me costó imaginarle postrado en su casa como contaron. Descarté la idea aunque, tal vez como si de un inconsciente intento de acercamiento se tratase, escribí otra historia que sucedía en su pueblo. La noticia que acaba de llegar tiene, en mi caso, un final en aquella resplandeciente línea de imposta; más allá no sé nada.

sábado, 16 de octubre de 2010

Nadie en la Casa del Aire




Aunque la puerta siempre estaba abierta, llamó antes de entrar. Era un anciano muy delgado y de baja estatura. Vestía traje y corbata, algo insólito en aquel pequeño pueblo salvo cuando venía el notario. Hechas las presentaciones y una vez acomodado en la silla, pasó a exponerme el motivo de su visita. Sus exquisitos modales se acompañaban de un tono susurrante en la voz y el gesto de risueña nostalgia de unos ojos que constituían el único detalle de viveza en su rostro devastado. Según explicó, acababa de comprar una casa junto a la plaza mayor. Por sus indicaciones, supe a cuál se refería. Se trataba de uno de los pocos ejemplos de arquitectura burguesa de principios del XX que a duras penas lograba mantenerse en pie, pese a estar deshabitado. Su ornamentada fachada podía apreciarse desde la ventana del despacho en el que estábamos. En ella se distinguía una inscripción conmemorativa que incluía lo que debía ser el nombre con el que se bautizó a la construcción: ‘Domus Aeri’ (la Casa del Aire). Yendo más allá de lo necesario, tal y como suele ocurrirles a las personas de avanzada edad, me explicó que él no era de la localidad pero sí de la zona, y que, siendo muy joven, tuvo que marcharse lejos, perdiendo todo contacto con los suyos. Con emocionado orgullo paterno me habló de sus dos hijos. El varón, director de una conocida editorial; ella, alto cargo en un banco y abnegada madre de tres angelitos. En esta parte del relato volvió al tema de la casa, comentando que recientemente, estando de viaje, paró aquí a descansar y al ver la singular construcción se encariñó de ella. Sin embargo, dado su ruinoso estado, comprendió que debía abordar una importante obra de rehabilitación para que aquello volviese a parecerse a una vivienda; lo que por fin nos condujo al objeto de la consulta, preguntándome el forastero por los requisitos administrativos, subvenciones, etcétera. El tímido tono jovial le abandonó repentinamente cuando le indiqué que necesitábamos su documento de identidad, escrituras, datos de renta,… Dijo que tenía todas sus cosas en un guardamuebles, dentro de cajas sin etiquetar y que le resultaría muy complicado encontrar aquellos papeles. A continuación, me tendió la mano y se despidió agradecido, remitiéndose a un nuevo encuentro una vez pusiese en orden sus asuntos.
La siguiente vez que supe de él fue un par de semanas después. Llegaba con mi coche a la plaza; aún no había salido el sol y la niebla estaba teñida por las señales luminosas de un vehículo de la Guardia Civil que permanecía estacionado junto con otro de la funeraria, a las puertas del ayuntamiento. Encontraron el cadáver dentro de la Casa del Aire. Días después, las pesquisas no acertaron a manejar otra hipótesis que la de un accidente; caída libre desde una de las plantas superiores derruidas parcialmente. Transcurrieron los meses, contactando con todo tipo de entidades del país que pudieran catalogarse como editoriales o crediticias, pero aún no se había establecido la identidad de aquel hombre. Por el contrario, resultó que uno de esos bancos ostentaba la propiedad de la casa desde hacía mucho tiempo; tanto que no conservaban los datos de su adquisición. La única oferta de compra que recordaban haber recibido se remontaba a unos diez años atrás. La formuló la anterior corporación municipal y fue desestimada por que el precio propuesto por ésta era “excesivamente simbólico” según afirmaba el ahora alcalde, quien tenía una particular propensión a demostrar que era un hombre cultivado.
Finalmente, archivada la vía judicial y después de una penosa y prolongada pelea entre el hospital provincial y el consistorio, el viejo cementerio acogió una sepultura sin nombre pero con fecha. Es muy probable que sólo una mente morbosa repare en el hecho de que el día y el mes que figuran en la lápida coinciden con los correspondientes a la inscripción grabada en la cornisa de ese edificio que puede verse desde mi ventana y que jamás llegó a ser de nadie.

domingo, 10 de octubre de 2010

Distraído



Bolígrafos de colores sobre pósit.

Y así las divagaciones a las que se abandonaba durante las clases dejaban su rastro delator, ya fuera emborronando los libros de texto, los cuadernos... o dejando que el bolígrafo compusiese una tímida sucesión de débiles trazos que no perseguían ningún objetivo determinado.