domingo, 11 de septiembre de 2011

Lágrimas de litio

Un ruido cadencioso le hizo emerger lentamente de un sueño que hacía tiempo no era tan envolvente y denso. Parecía como si aquel sonido hubiera surgido de ese mismo letargo, colándose con él en una vigilia levemente consciente. Pensó en alguna alarma de coche, en su dueño, en las obras del supermercado de al lado, en el vigilante de seguridad, en que alguien avisaría a la policía, en que tarde o temprano dejaría de escucharlo. Trató de volver a dormirse pero, aunque el volumen era muy bajo, el timbre era molestamente penetrante. Al levantarse a mirar por la ventana se percató de que el ruido provenía del interior de la casa. Abrió la puerta del dormitorio y el sonido se acrecentó. Cruzó el pasillo hasta la habitación del fondo. Encendió la luz y destapó el cesto de mimbre donde estaban las muñecas de su hija. Su mujer se había empeñado en guardarlas allí, en la habitación que ocupó la niña hasta que se marchó a Nueva York, mucho después de dejar de tener edad para jugar con ellas. Debajo de un par de rollizos bebés de plástico encontró a la pepona de trapo que lloraba cuando se le quitaba el chupete. Lo ajustó a la boca y todo volvió a quedarse en silencio. Fue entonces cuando miró la hora. A casi cinco mil kilómetros de alllí, en la gran manzana, su hija ya estaría en el trabajo. La llamó.

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Colgó en cuanto sonó el primer tono. Las normas de la empresa eran muy estrictas con el uso de los teléfonos. Se lo había advertido a su padre cada vez que éste parecía olvidar el pacto de emancipación que habían acordado años atrás. Sin embargo, con algo de preocupación se dió cuenta de que en la costa oeste aún no debía haber amanecido. Mientras se dirigía al despacho de su jefe, y volvía a colgar a su padre, ensayó una disculpa para salir. Aunque llevaba poco tiempo en ese trabajo, y no tenía confianza con el supervisor, estaba dispuesta a contarle que su padre necesitaba más atención de lo normal desde que enviudó. Al llegar a la puerta los ojos se le habían humedecido. Su jefe estaba atendiendo al teléfono pero le hizo un gesto para que entrase. De nuevo volvió a sonar el móvil. Ella se mostró muy nerviosa cuando lo apagó sin contestar. Él se separó del auricular y con una sonrisa tranquilizadora le dijo que podía ir a atender esa llamada. Antes de abandonar el despacho, con una amabilidad que difuminaba todo rastro de jerarquía laboral, él le preguntó si no le importaría cruzar la calle y traerle un café y unos bollos.

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Esta vez, el ruido que surgió del aparato no le sacó de un profundo sueño sino que le arrancó del cieno opaco de la desesperación. A pocos metros de la que todavía mostraba el vacío humeante que antes ocupaban las dos torres, la pantalla que vibraba entre sus manos mostraba, entre destellos led, el nombre de su hija.