domingo, 27 de marzo de 2011

Zaitsev en Old Tratford




El 23 de abril de 2003 dos equipos legendarios jugaban el partido de vuelta de cuartos de final de la Champions League. Esa noche, de todo lo ocurrido en Old Tratford, destacó un jugador del Real Madrid que lucía en su espalda el número once, coronado por un nombre: Ronaldo. Ahora que han pasado los años, y con el anuncio aún reciente de su retirada, no puedo evitar recordar aquel encuentro en el que los blancos (en esa ocasión vistiendo de negro) se enfrentaron al Manchester United y en el que intervinieron otros personajes inolvidables como Casillas, Zidane, Figo, Van Nistelrooy, Beckham, Giggs.... (aquí puede verse un resumen) Los tres goles del delantero brasileño me hicieron escribir lo siguiente bajo el seudónimo que por entonces utilizaba.

Esperaba muchísimo más de 'Enemigo a las puertas' (J. Annaud. 2001). Como me ocurre con demasiada frecuencia, me deshice del conjunto y me quedé con unos cuantos detalles que anoche curiosamente me asaltaron de forma instantánea.

Acababa de asistir a uno de los espectáculos dramáticos más intensos que he experimentado nunca. Como tantas veces se ha planteado en la ficción, dos gigantes se enfrentaban, como dice el tópico, “a pecho descubierto”. Si alguna vez John Ford se hubiera propuesto recrear el fútbol en el celuloide, el partido de ayer encajaría perfectamente en su intención. Rivales de toda una vida (y todo un siglo), iconos de la Historia desde el ”blanco y negro”, se disputan en una nueva ocasión la gloria de representar todo lo que de sublime reside aún tras gruesas capas de mezquindad y catenaccio.

En un escenario equiparable en su simbolismo al fordiano Monument Valley, el enemigo es aplaudido mientras todo el estadio entona catárticos himnos en la derrota. ¡Dios mío! ¿cuántas veces se ha visto algo igual? (nuevamente me invade uno de esos posos de películas fallidas: el carnicero que llora la muerte del sacerdote en 'Gangs of New York').


De entre el panegírico de héroes y mitos que se están batiendo, sólo uno de ellos es el que trae a mi recuerdo la figura de Zaitsev ¿adivinen quien?. Zaitsev, ese miliciano de nombre Vassili, aparece en escena, rodeado por los asaltantes de Stalingrado. Ni él ni sus compañeros parecen tener escapatoria posible. De pronto, Vassili abandona su parapeto y lanza un disparo que acierta de lleno en el blanco antes incluso de que los demás puedan advertir lo sucedido ¡Suena el primer Gong!. Cuando el cadáver aún no ha dado con sus huesos en el suelo y los soldados alemanes dirigen sus aterrados ojos en todas direcciones, un segundo impacto letal provoca un nuevo ¡gong! mientras Zaitsev, por tercera vez resurge de la nebulosa y con la última campanada despeja el terreno. Un tiro. Un gol. Y es el último.

25/04/2003. Scott B.

domingo, 20 de marzo de 2011

En la laguna verde

En aquella época aun permitían las acampadas. El lugar elegido era una pequeña explanada a orillas de la Laguna Verde. Para llegar hasta allí, la ruidosa expedición debía bajarse del autobús unos kilómetros antes y ascender por un sendero que enseguida se difuminaba para dar paso a una sucesión de rocas, barrancos y neveros. Los conducía Lorenzo, una especie de serpa castellano de edad indeterminada y aura sacra. El otro adulto de la expedición, Quini, era un ex-legionario bajito y fortachón que contrarrestaba de sobra el laconismo de Lorenzo. Otros dos o tres chicos más asumían gustosamente el papel de monitores. El resto era una especie de rehala preadolescente, muchos de cuyos integrantes podrían ser calificados por sus tutores de conflictivos cuando no de prometedores miembros del hampa. Alfredo no era precisamente de los más destacados en esas provechosas cualidades y bien podría haber pasado desapercibido si no fuera porque lucía una improcedente gorra de marinero. Durante aquellos días Alfredo se apuntó a todas las marchas voluntarias y ello por varias razones. No sólo era la posibilidad de acercarse a las cabras montesas; bañarse en las gargantas; coronar picos de nombres aprendidos en el colegio diocesano; admirar el ruinoso refugio real. La comida era mejor que la del campamento. Esquivada la olla castrense de Quini, podía disfrutar del chocolate almendrado, las latas de mejillones y, en menor medida, la leche condensada. Además, cuando Lorenzo se despistaba un poco, junto con otros inconscientes, aprovechaba para dejarse caer por los neveros, emulando a imaginarios montañeros accidentados.

Al regresar de una de aquellas largas excursiones, la hoguera que iluminaba cada noche las festivas reuniones del campamento le mostró los brillantes ojos negros de la chica sin nombre. Sin duda, era mayor que él. Los días posteriores no dejó de observarla y pudo comprobar que no era de las que se sentaba alegremente en las rodillas de los galanes oficiales, hecho éste que denunciaban un par de amigos suyos conocidos por su instinto depredador. Extinguidas ya las ranas con las que se entretenían cuando no salían de marcha, una ociosa mañana se les ocurrió seguir a aquella chica. La vieron alejarse hacia las rocas, con un rollo de papel higiénico en la mano. Gracias a unas dotes cultivadas durante toda una infancia pendenciera, consiguieron ocultarse a pocos metros del sitio en el que ella se disponía a hacer sus necesidades. Alfredo pudo escuchar el sigiloso júbilo de sus compañeros. Y en ese momento, justo cuando el pantalón desabrochado dejaba asomar lo que contenía, cierta idea insoportable le hizo salir de su escondite. Estuvo a punto de caerse después de tropezarse, hasta en dos ocasiones, antes de alcanzar el campamento. Esa noche no apartó la mirada del fuego.

domingo, 13 de marzo de 2011

Futilidad romántica




Querido Maestro:

He vuelto a ver aquella película titulada 'cazador blanco, corazón negro'. Ignoro cuál es el significado que el novelista Peter Viertel quiso darle a esa expresión antagónica. Hasta esta última ocasión siempre pensé en que aquello estaba ligado a la tendencia autodestructiva que le imputaban a Wilson (personaje que se supone encarna al propio John Huston durante el rodaje de 'la reina de África') Sin embargo, a diferencia de otros grandes aludidos en su cinta como el Capitán Ahab o Lawrence de Arabia, usted muestra una vitalidad desaforada dirigiendo aparentemente sus energías al lado más ¿frívolo? que nos ofrece este mundo en permanente saldo.

- Para escribir una película, olvida que irán a verla.
- Conseguirás que nadie vaya a ver ésta.
- Puede que sí. Pero hay dos modos de vivir en este mundo. Uno es besando culos, escribiendo finales felices, firmando contratos largos, no arriesgándose nunca, no volando, no saliendo de Hollywood y ahorrando dinero hasta el último céntimo. Y cuando eres un cincuentón apuesto, te mueres de un infarto porque tu parte salvaje se ha comido los músculos de tu corazón. El otro modo de vivir es dejando que las cosas ocurran. Negándote a firmar contratos, peleando con el que puede degollarte y halagando al que pende del hilo que sostienes.


Cuando el purasangre se detiene, o cae casi reventado, no muestra la presencia amenazante de las tinieblas; no le vemos atormentado (puede que lo esté, no digo que no, pero su propio código de honor descarta cualquier posibilidad de bajar los brazos) Más bien, se ríe de su condición mortal y acepta la ayuda de su amigo.

- ¿Sabes, chico? Tú y yo acabaremos juntos, cuando seamos viejos. Viviremos en una cabaña de la Sierra buscando oro. Con un par de mulas. Sentándonos de noche ante la hoguera. Contándonos mentiras sobre las cosas que hemos hecho. Nuestras luchas, los libros que has escrito, las películas que he hecho.

Y este punto, el de la amistad, lo encuentro deliciosamente tratado ¿no es la amistad puro afecto desinteresado? A usted nadie puede seguirle, ni siquiera Kivu y, mucho menos, Pete. El primero, de un negro inmaculado, anda muy por delante de Wilson, con los pies descalzos en esa sabana poblada por dioses extenuados. El segundo, a pesar de entenderle, aún no ha vivido lo suficiente.


- ¿Qué pasa, chico? Adelante, vomítalo. Refunfuñas como una anciana a la que han sacado de la cama.
- O estás loco o eres el hijo de puta más egoísta e irresponsable que he conocido jamás. Tu inconsciencia echará a perder la película. ¿Y para qué? Para cometer un crimen. Para matar a una de las criaturas más raras y nobles que vagan por este miserable planeta. Y con tal de cometer ese crimen, estás dispuesto a olvidarlo todo y dejar que el proyecto se malogre.
- Te equivocas, chico. Matar a un elefante no es un delito. Es mucho más que eso. Es un pecado matar a un elefante ¿Entendido? Es un pecado. Es el único pecado que puedes cometer comprando una licencia. Por eso quiero hacerlo más que ninguna otra cosa ¿Me comprendes? Por supuesto que no. Es imposible. No me comprendo ni yo mismo.
- Entonces, si no me necesitas, mañana cogeré el avión hacia Londres.
- Hazlo. Nunca he querido entrometerme en algo que un amigo quisiera hacer.

Pete es algo así como Starbuck, el segundo de Ahab. Es la conciencia pragmática. Su miedo, siempre alerta, predice los acontecimientos. Pero, junto a la belleza que contempla se encuentra la fuerza insultante, la malicia inescrutable, que atrae a Wilson.

[Elefantes]
Jamás había visto ninguno, fuera del circo o del zoo. Son majestuosos, indestructibles. Forman parte de la tierra. Nos hacen sentir como seres perversos de otro planeta. Sin ninguna dignidad. Nos hacen creer en Dios. En el milagro de la creación. Son fantásticos. Forman parte de un mundo que ya no existe. Vienen de un tiempo inalcanzable.

También Wilson representa un mundo que de existir no es ya fácilmente reconocible.

- Esa palabra ya ha surgido en la conversación varias veces, ¿verdad?
- ¿A qué palabra se refiere?
- A Hollywood. Sé que es el nombre de un lugar, pero Ud. le da otro significado. Como un insulto.
- No era mi intención.
- No me contradiga, Ralph. Ya he oído eso antes. En el ejército, en Nueva York, en el teatro. Lo he oído en todas partes. La gente nombra a Hollywood cuando quiere insultarte. Desde luego, Hollywood es un lugar para hacer negocios. Es una ciudad industrial, como Detroit, Birmingham o Schaffhausen. Al ser tan conocida la cara chabacana de la ciudad se convierte en un insulto recordarle a uno que es de allí. No se habla de los que trabajan en ella e intentan hacer algo positivo. Se habla de las putas al nombrar a Hollywood. Sabe qué significa esa palabra, ¿verdad, Ralph?
- Claro.
- Claro. Las putas tienen que vender lo único que no debería estar en venta. Que es el amor. Aunque hay otras putas distintas a las furcias que Ud. frecuenta. Hay putas que venden palabras, ideas, melodías. Sé lo que digo, porque en mis tiempos también puteé un poco. Mucho más de lo que quisiera reconocer. Y lo que vendí cuando puteé, nunca lo recuperaré. Lo que intento decir es que las putas dan mala fama a Hollywood.

Y es que en esta locura de empresa Wilson está sólo: como debe ser. Lo único que puede evitar lo inevitable es que ocurra.

Escúchame bien, mercader de alfombras balcánicas. Mi papel de cazador blanco es sólo asunto mío. No tiene nada que ver contigo. Es un tema tabú. Igual que la vida sexual de mi madre. Es algo que te abstendrás de comentar, e incluso de pensar. Es un tema demasiado elevado para que un cerebro tan pequeño lo entienda. Es una pasión que te sobrepasa. Tendría que explicarte el sonido del viento y el olor del bosque. Tendría que crearte de nuevo y borrar de ti esos años en que has pisado el sucio asfalto con zapatos apretados.

A ese sucio asfalto nos devuelve el desenlace; ningún final es apropiado. Esto continúa, por un camino incierto, hacia un destino que sólo se insinúa. Mientras se pone el sol, ahora pienso que en el transcurso usted ha sembrado algo fascinante. Y, por supuesto, sigo sin saber qué.

- ¿Qué dicen los tambores?
- Explican a todos lo que ha pasado. La mala noticia. Siempre empieza con estas palabras.
- ¿Cuáles?
- Cazador blanco. Corazón negro… Cazador blanco. Corazón negro.



domingo, 6 de marzo de 2011

Zhivago



Justo cuando acaban los títulos de crédito apaga el televisor. Es muy tarde pero casi no tiene fuerzas para levantarse e irse a la cama. Tampoco es capaz de evitar que unas cálidas lágrimas sigan deslizándose lentamente hasta el cuello de su camisa. Es muy probable que ese irreprimible sollozo comenzase treinta años atrás, durante unas navidades. Hasta entonces, su mente infantil había conformado un miedo abstracto a la muerte, a la pérdida, a la nada. Recuerda las noches de verano en su habitación, con las sábanas hasta el cuello pese al calor, sin dar nunca la espalda a la puerta, mientras aquellos pensamientos se dirigían a su estómago transformándose en una gavilla de nudos que le dejaba desfondado. Sin embargo, esa primera vez que se topó con el ‘Doctor Zhivago’ no hubo reflexiones más o menos metafísicas sino un formidable asalto perceptivo. Sentado en el suelo enmoquetado del salón contempló los húmedos ojos color avellana de Omar Sharif (ahora diría que no hay en la película un solo primer plano en el que su mirada no esté enjugada por un llanto latente) y le oyó gritar “¡Tonya!, ¡Tonya!”, persiguiendo inútilmente huidizos fantasmas por un desierto de nieve. El rostro de Lara le mostró lo dolorosa que puede ser la belleza. La música de Jarre se coló para siempre en lo más profundo de una memoria aún virgen. Desde entonces, como le ocurría a Sasha cuando le hablaban de su padre, no hubo consuelo ¿Por qué tanto sufrimiento? ¿Por qué tanta injusticia? ¿Por qué ser feliz es una quimera?... Bueno, a pesar de todo, sea o no un consuelo ese niño ha ido comprobando a lo largo de esos treinta años que este mundo encierra algo que merece ser vivido (y eso tal vez esté en nosotros, piensa aunque sin demasiada convicción). En el cuerpo enfermo y desnudo de la madre de Lara a él también le parece encontrar un destello. Incluso hacinado en un sucio vagón para el ganado puedes descubrir una ranura por la que contemplar la luna reflejada en los campos. Como un testigo mudo, la balalaica ha perdido su estridente pintura pero conserva las cuerdas intactas. Por fin se levanta. Se asoma al dormitorio de los niños: no hay luna que iguale esa visión. Ya en la cama, busca a su lado el calor que él no sabe retener, un calor tan generoso como el sol que dentro de unas horas saldrá haga lo que él haga o, lo que es lo mismo, sin merecerlo. Desde Varykino, el aullido de unos lobos asustados precede al sueño agitado de cada noche.