domingo, 25 de diciembre de 2011

El campo de fuerza





http://detodounpoco-liova.blogspot.com/2011/12/rodin-en-caceres.html


















Llegué el último. Estaban sentados fuera, justo debajo de una estufa de infrarrojos que hacía las veces de lámpara. Salvo al sujeto que identificaré como Hermano 1, a los otros tres no los veía desde el pasado verano. Igual que en la anterior ocasión y, salvo en lo que respecta al sujeto denominado Padre, igual que siempre ha ocurrido durante un cuarto de siglo, la conversación fluyó sin apenas interrupción, como una hoguera sobrealimentada por leños que iban siendo arrojados por cada uno de nosotros. Mientras las botellas de cerveza se acumulaban en la mesa, Herman Hesse daba paso a la distinción erudita entre leggins y leotardos, Michael Haneke irrumpía entre Bud Spencer y Terence Hill, y la curiosidad alcanzaba la categoría de misterio. Trascurrieron horas en el interior de aquel campo de fuerza donde por momentos entraban y salían conocidos, conocidas y, finalmente, poco después de que Padre nos dejase, un comentario a pocos metros, en la puerta de La Traviata, dañó irremediablemente sus defensas. Lo profirió una chica y parecía un reproche dirigido al sujeto al que me referiré como Primo. Primo estaba hablando sobre la tolerancia, discurso éste que la chica cuestionó con manifiesto desagrado. Nadie del grupo reaccionó pero yo me quede extrañado y , acto seguido, el frio empezó a dejarse notar. Cuando entramos a pagar vi a la chica, de modo que me separé de mis amigos y la abordé. Tratando de ser educado le pregunté por el suceso anterior. Ella me dijo que la habíamos mirado con mala cara. Mi defensa se basó en el malentendido gestual y en que para alguno de nosotros ni la más eficaz cirugía plástica podría acudir en socorro de unas líneas de expresión demasiado fatigadas.

De allí fuimos a El Cali, donde nos unimos a un grupo que siempre ha mantenido vivo el dificil arte de la manifestación de amistad. De esa estación, mención especial para las confesiones 'non petitas' de un conocido parroquiano, y las añoranzas etílicas de un viejo gallito, largamente etiquetado como villano y pendenciero. De este último todos los antiguos rencores quedaron definitivamente disueltos en cuanto empezó a lamentarse de su suerte: "lo que yo podría haber sido" (¿o, eso, lo escuché en una película?)

Integrados en la saludable pandilla llegamos al María Mandiles, no sin antes sortear a un Papá Noel con medias de rejilla hasta una altura inquietante. Allí hizo aparición otro fantasma del pasado que atrapó a Primo. Abandonado a su suerte, el resto huimos cobardemente hasta La Machacona. Antes de llegar, Hermano 2 -que comparte misma sangre con 1 y Padre, por si alguien no lo ha deducido- y yo nos entregamos a la habitual crítica valorativa de la remozada Plaza Mayor. Después de tragarme con simulado esfuerzo un chupito del tamaño de un vaso de sidra (uno de esos actos que hay que cumplir obligatoriamente como manifestación de amistad) eché de menos a Hermano 2. Lo encontré fuera, desplomado en un banco, señal de que había llegado el momento de concluir la maravillosa velada. Cuando atravesábamos la Plaza un manto de agua en suspensión gaseosa iba difuminando el contorno de las torres y las murallas, precipitándose como un telón en un escenario que no por conocido sigue ofreciendo nuevos actos de un drama que coquetea con la curiosidad por no hacer frente al misterio.




jueves, 8 de diciembre de 2011

Cuento de Navidad ('Smoke')



Escena de 'Smoke' (1995) donde se reproduce el diálogo del texto

















'You're innocent when you dream'  Tom Waits

-¿Recuerdas cuando me preguntaste cómo empecé a hacer fotografías? Bien, esta es la historia de cómo conseguí mi primera cámara. Como observación, es la única cámara que he tenido. ¿Me sigues hasta ahora?
-Cada palabra.
-Y ésta es la historia de cómo ocurrió.
-Bien.
-Era verano del setenta y seis, cuando empecé a trabajar para Vinnie. El verano del bicentenario. Un chico vino una mañana y empezó a robar cosas de la tienda. Estaba tras el estante de los periódicos, cerca de la ventana. Se metía revistas bajo su camisa. Había gente en el mostrador, así que no lo vi al principio, pero cuando me di cuenta de lo que hacía, empecé a gritar. Salió pitando como el correcaminos, y en el tiempo que pude salir del mostrador, él ya iba por la Séptima Avenida. Lo perseguí hasta la mitad del bloque, y lo dejé. Se le cayó algo en la huída, y desde ahí no lo sentí correr más. Me agaché a ver lo que era. Pareció ser su cartera. No había dinero, pero su carnet de conducir estaba, y tres o cuatro fotos de carnet. Supongo que podría haber llamado a la poli para que lo arrestaran. Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero sentí pena por él. Era sólo un pobre desdichado, y una vez que miré aquellas fotos de su cartera, no pude sentirme enfadado con él.... Roger Goodwin. Así se llamaba. En una de sus fotos, recuerdo, estaba al lado de su madre. En otra, cogía un trofeo de la escuela y sonreía como si hubiera ganado la lotería. No hubiera tenido corazón. Un pobre chico de Brooklyn. Sin mucho por lo que ir a por él, ¿y a quién le importa un par de sucias revistas? Guarde la cartera. Por un tiempo pensé en devolvérsela, pero no encontraba el momento. Entonces llego la Navidad, y me encontré sin nada que hacer. Vinnie me iba a invitar, pero su madre enfermó, y tuvo que irse a Miami a última hora. Yo estaba sentado en mi apartamento aquella mañana, sintiéndome apenado por mí mismo. Vi la cartera de Roger Goodwin en un estante. Me di cuenta que, demonios, por qué no hacer algo bueno de una vez. Me puse el abrigo y salí a devolver la cartera. Vivía por Boerum Hill, por algun lado en los bloques altos. Estaba helando ese día, y recuerdo que me perdí buscando el edificio. Todos se parecen en aquel lugar, y siempre vuelves al mismo sitio pensando que te has ido a otro lado. Bien, finalmente encontré el apartamento y llamé al timbre. No ocurrió nada. Creí que no había nadie, pero lo intente otra vez para asegurarme. Esperé un poco más, y justo cuando me iba a ir, escuché que alguien se acercaba a la puerta. La voz de una mujer mayor dijo, "Quién es?" y dije, estoy buscando a Roger Goodwin. 'Eres tu, Roger?' dijo, y entonces quitó como quince cerrojos y abrió la puerta. Debía tener por lo menos ochenta, quizá noventa años, y lo primero de que me di cuenta, es que era ciega. 'Sabía que vendrías. Roger', dijo. 'Sabía que no te olvidarías de la abuela Ethel en Navidad.' Y entonces abrió los brazos y me abrazó. No tuve mucho tiempo para pensar, ¿lo entiendes?. Tenía que decir algo rápido, y antes que supiera lo que estaba pasando, pude oir las palabras saliendo de mi boca. 'Eso es, Abuela Ethel,' dije. 'He vuelto para verte en Navidad.' No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Vino de esa manera, y de repente aquella anciana me abrazaba delante de la puerta, y yo le abrazaba a ella. Fue como un juego que los dos decidimos jugar, sin tener que discutir las reglas. Me explico: aquella mujer sabía que no era su nieto. Era vieja y ciega, pero no estaba tan mal como para diferenciar a un extraño de alguien de su propia sangre. Pero le hizo feliz fingir, y como yo no tenía nada mejor que hacer de todas maneras, estaba feliz por quedarme con ella. Nos metimos en el apartamento y pasamos todo el día juntos. Cada vez que me preguntaba algo de cómo estaba, tenía que mentirla. Le conté que había encontrado empleo en un estanco y que me iba a casar. Le conté muchas historias bonitas, y ella hizo como que se las creía. 'Esta bien, Roger', decía, inclinando su cabeza y sonriendo. 'Siempre supe que las cosas te iban a salir bien'. Después, empecé a tener hambre. No parecía que hubiera mucha comida en la casa, así que fui a la tienda del barrio y compré mucha comida. Pollo precocinado, sopa de verduras, un tarro de ensalda de patata, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino en su habitación, y los dos fuimos capaces de preparar una decente cena de Navidad. Nos mareamos un poco con el vino, recuerdo, y despues de la comida nos fuimos al salón donde las sillas eran más confortables. Tenía ganas de hacer pis, así que me excusé y fui al baño. Ahí fue donde las cosas dieron un cambio. Ya era suficiente mi pequeña estafa como el nieto de Ethel, pero lo que hice después fue insensato, y nunca me lo perdonaré. Entre en el baño y, amontonadas contra la pared de la ducha, vi unas seis o siete cámaras. Nuevas, cámaras de treinta y cinco milímetros, aún en sus cajas. Yo no había hecho fotografías en mi vida, mucho menos robado, pero en el momento que vi esas cámaras en el baño, decidí que quería una. Así. Y, sin pararme a pensarlo, puse una de esas cámaras bajo mi brazo y volví al salón. No me había ausentado ni tres minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se quedó dormida. Demasiado Chianti, supongo. Fui a la cocina a lavar los platos, mientras ella dormitaba ajena a aquella estafa, ronroneando como un bebé. Se la veía cómoda, y decidí irme. No pude ni escribirle  una nota de despedida porque, como te he dicho, era ciega. Puse la cartera de su nieto en la mesa, cogi la cámara, y salí del apartamento. Y ese es el fin de la historia.
-¿Volviste a verla?
-Una vez, tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que no la había usado todavía. Finalmente decidí devolvérsela, pero la abuela Ethel ya no vivía allí. Alguien habia ocupado su apartamento, y no me pudo decir donde estaba.
-Probablemente murió.
-Sí, probablemente.
-Lo que significa que pasó sus últimas Navidades contigo.
-Supongo. Nunca lo pensé de esa manera.
-Fue un buen acto, Auggie. Fue algo bonito lo que hiciste por ella.
-Le mentí, y le robé. No sé como puedes decir que fue un buen acto.
-La hiciste feliz. Y la cámara era robada de todas maneras.
-¿Todo por el arte, eh, Paul?
-No diría tanto. Pero al menos diste un buen uso a la cámara.
-¿Y ahora ya tienes tu Historia de Navidad, no?

domingo, 4 de diciembre de 2011

¿Otro caso acabado?


















Volvió a suceder la otra noche, en la asamblea del 'parque sindical'. Durante los ruegos y preguntas mi colega recién jubilado insistió en denunciar a esa 'marabunta' compuesta por 'hordas' de pequeños salvajes que, con la complicidad de sus madres (nunca mencionó a los padres), están convirtiendo ¿sus? instalaciones en una gran guardería. Más allá de tratar una cuestíon de orden en la que conciliar modos y hábitos de mayores y niños en convivencia, en cada una de sus intervenciones aquel hombre demostraba  tal aversión hacia los últimos que me hizo pensar en 'un caso acabado'. Es el título de una novela de Graham Greene, y es así como uno de sus personajes (el doctor Colin) denomina a los leprosos que antes de curarse pierden todo lo que puede ser devorado en su cuerpo. Sí, ya sé que puede resultar un tanto extrema la analogía, pero quien haya leído el libro comprobará que 'un caso acabado' se identifica también con el individuo que llega a un fin, un punto en el que ya no hay margen para seguir o avanzar, pero tampoco para recuperar nada. Y este es el estado que tal vez padezca quien, después de toda una vida, llegue al punto de ver a aquellos que están aún en el comienzo del camino como una mera presencia incómoda, molesta. Tal vez ese rechazo no sea más que la manifestación de que, a esas alturas, uno ha perdido todo lo que tenía de niño.