domingo, 12 de febrero de 2012

La herida
























Hay un rincón de la memoria donde se acumulan ciertos recuerdos que se saben imperecederos. Permanecen ahí, discretamente, sin ruido, y sólo en contadas ocasiones son invocados. Cada vez que eso ocurre comprobamos cómo, con el transcurso del tiempo, muchos de los detalles se han ido perdiendo hasta decantarse en una suerte de ruina que mantendrá siempre la esencia del contexto original. Uno de esos vestigios resplandece con el sol que se precipita, estallando en las aguas de una playa gaditana. Los niños juegan en la orilla, como cada día, como cada verano. La atmósfera lleva suspendida la materia de la que se compone aquello que uno de esos chiquillos cree identificar con la felicidad, sólo contaminada en pequeñas dosis por los gérmenes del miedo abstracto a la pérdida y los inaudibles suspiros dirigidos a una nibelunga rubia de la pandilla. A unos metros del chapoteo infantil, los padres forman un grupo aparte. Son como dos especies distintas que acuden a beber a la misma charca, guardando las distancias. En un momento dado, y de forma totalmente imprevista, el padre del chico atribulado se interna en la maraña de cuerpecillos de piel pelada, pugnando por 'la Balsa de la Medusa' en la que han convertido la única colchoneta que tienen a mano. Apoderándose de la precaria embarcación, la arrastra a toda velocidad con los alegres liliputienses aferrados a ella. El niño en seguida experimenta una especie de orgullo asombrado, tanto que le hace abrir la boca y atragantarse con los chorros de agua salada que desprende la trepidante marcha de su padre. De repente, el juego queda interrumpido cuando el hombre se topa con una de las rocas que cubre el oleaje. En el recuerdo no se escucha ningún grito, pero la cara del accidentado penetra en los ojos del chico, hasta alcanzarle el pecho. Al ver la sangre del pie, el dolor se transforma en un escalofrío agudo; en el recuerdo sí existe la estremecedora sensación. Paralizado, ve cómo se lo llevan para curarle. Después de lo ocurrido, el niño nunca podrá desprenderse de un molesto sentimiento de culpa que le acompañará todavía hoy. Ahora, la herida no está en el pie, y no puede curarse con un poco de mercromina y una tirita; pero el hijo al menos intentará estar a su lado, mientras se recupera.