lunes, 20 de abril de 2015

La Institución (XI)
















En cierto momento por fin adopta una postura más cómoda en la silla, instante en que aprovecha para izar su cabeza hacia el par de campanarios que, coronando el templo jesuita, captan los últimos rayos de sol. A continuación vuelve a escrutar el entorno deteniéndose aleatoriamente en algunos de los muchos rostros joviales que se concentran en las mesas de la terraza, en la escalinata versallesca y en cada rincón de ese escenario medieval que parece haber cobrado una renacida identidad perdida. Con ese gesto de aparente relajación, casi desdén complaciente, se diría que el maduro fugitivo suspende su permanente estado de alerta. Puede que sea el cansancio, aunque en Costa el cansancio lleva instalado demasiado tiempo, como una dolencia crónica con la que no cabe sino convivir. Más insólita aún resulta la extraña mueca de su cara, algo parecido a un amago de sonrisa. Aquel extraño de repente llega a mimetizarse con la estampa bucólica de un atardecer primaveral en el corazón de una vieja ciudad de provincias invadida por turistas. Costa ha regresado más viejo a un lugar que ahora se le presenta impregnado por un taumatúrgico rejuvenecimiento; una plazuela donde ya no flota la melancolía sino la cálida atmósfera de los días largos. Las voces altisonantes de los falsos juglares revotan en las piedras que lo envuelven todo, acompañadas de las carcajadas de un público entregado, hasta que una ovación cerrada da paso al rumor del gentío disipándose. Ese es el momento que Costa escoge para pagar la cuenta, abandonar su mesa algo renqueante y adentrarse en el jardín aledaño. Sorteando la riada de curiosos que entran y salen del penumbroso recinto, alcanza el pretil del fondo que sirve de mirador. Desde allí puede contemplar el borde oriental de la ciudad, delimitada por sinuosas colinas salpicadas de puntos luminosos bajo una luna redonda algo difuminada por la calima. Escora su mirada hacia el norte, donde el paisaje se allana dando lugar a un extenso páramo. Recuerda haber leído en alguna parte que los restos romanos que yacen en esa dirección, a unos 3 kilómetros, son el testigo mudo de la fundación de la ciudad. Al parecer, tres décadas antes de Cristo, los veteranos allí acantonados abandonaron aquel campamento de la penillanura para instalarse en el cerro en el que Costa los imagina desencantados y resentidos por una metrópoli que los arrojó a una frontera extrema y dura.  Junto a la silueta del fugitivo se recorta otra más gruesa y de menos estatura culminada por un irregular sombrero de ala ancha, al modo de un arriero del siglo XVI. El agua de las fuentes canturrea su discurrir no muy lejos de ellos cuando el del sombrero, sin dejar de mirar al frente, le susurra: "bienvenido a casa, Roberto".


 Esta obra de ficción sigue la pista a Roberto Costa, un arquitecto vinculado a una organización clandestina denominada 'Institución', un personaje tan oscuro como dicha organización, cuyo trabajo se desenvuelve más allá de los límites de la Ley en un territorio donde los ideales y la esperanza quedaron demasiado lejos hace demasiado tiempo; al menos para Costa.

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