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En la planta noble, medio desierta por las vacaciones, andan frenéticos tratando de localizar a Costa. Una nueva ocurrencia del Emperador, imprevista como habitualmente, hace que Aguirre vuelva a lucir su notoria facultad para desviar el material tóxico que le compete y señalar al de siempre como presencia necesaria. Agotada toda la batería de mecanismos telemáticos de contacto (Costa y la tecnología siempre han mantenido una fría relación profesional) manda a Martín en su busca. Aguirre y él son los únicos en La Institución que conocen el hábitat extra-laboral de su viejo amigo. Antes de llegar al domicilio, en los dos o tres bares que frecuenta le informan que llevan días sin verle. En mitad de una estrecha calle peatonal se encuentra el edificio donde vive el hombre más buscado. Es un barrio contiguo al centro histórico, a modo de descontrolado arrabal donde se acumulan sedimentos arquitectónicos en los que se mezclan y revuelven la trama urbana de ensanche del siglo XIX, los pastiches de la primera mitad del XX y los formidables atentados contra el patrimonio de la humanidad de los años sesenta y setenta. Uno de estos exponentes, otrora edificio de oficinas, exhibe un oxidado muro cortina volando sobre un portal acristalado que desafía el ritmo hueco-macizo del modo vernáculo extinto. Martín baja por unos cuantos peldaños, atravesando a oscuras un largo pasillo flanqueado por escaparates y locales vacíos. Al fondo están los ascensores y otra escalera. Sube por ella hasta la cuarta planta ("nunca debieron superarse las tres alturas del palacio renacentista", le escuchó decir a Aguirre la última vez que visitaron juntos a Costa; expresión que no acabó de entender como de costumbre). Para un observador curioso lo que acaba de hacer Martín le parecería que es abrir una puerta con su llave, en lugar de forzar la cerradura. La luz fluorescente que ha accionado ilumina un espacio diáfano salvo por el pequeño cuarto de baño al lado de la puerta. Lo primero que llama su atención es que todo está ordenado y no huele a leonera etílica. Sabe que es inútil pero mira en el cuarto de baño. Luego recorre pensativo la única habitación, amplia y decorada con viejo mobiliario de oficina. Abre el insólito armario ropero, los cajones; vuelve a cerrar todo. No hay teléfono que escudriñar pero recoge el ordenador portátil, aunque también sabe que no servirá para nada. Se sienta pensativo en la cama. Echa un vistazo en la recargada estantería que está enfrente. Los desiguales volúmenes, ediciones baratas y descoloridas de novelas, se amontonan en delgadas baldas combadas por el peso ("Tú tienes tus montes, Martín. Yo tengo estos libros", recuerda). Suena su móvil. Lo coge y contesta. Se ha ido.
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