domingo, 13 de febrero de 2011

Apunte del natural

Esa tarde llego especialmente temprano al estudio. Recojo el bloc, un rotulador de punta fina y vuelvo a salir. Los pocos comercios supervivientes aún no han abierto. Las calles permanecen en un estado de muerte dulce, adormecidas por un agradable sol de invierno. No he avanzado más que unos metros cuando me detengo a contemplar un elaborado diseño de joyería moderna. Se encuentra en la planta baja de un fracasado edificio de los ’70 tan fallido como el vecino que me cobija. La diferencia fundamental entre uno y otro es que mientras que el primero se presenta como el cadáver de un desfasado rockero al que algún antiguo colega ha decidido honrar calzándole unas lustrosas botas Sissei, el segundo mantiene a duras penas las constantes vitales pero con signos evidentes de gravedad extrema.
Más allá del cruce con Roso de Luna paso junto a una mujer que observa con aire de impaciencia el interior de un edificio administrativo a través de las rejas de una ventana. Se trata de la sede del servicio fiscal. Ella parece ignorar mi presencia, y yo continúo adelante arrastrando una cojera que dura ya varias semanas. En ese momento no puedo evitar pensar en lo bien que encajo en la atmósfera sempiterna de la ciudad vieja. A continuación echo una mirada al flamante Centro de Artes Visuales y no encuentro indicios de actividad alguna. En cambio, unos números más arriba, el pequeño ultramarinos del otro lado de la calle, con su única estancia abovedada, está abierto de par en par aunque no se ve ni a la tendera ni a nadie.
Le llega el turno a La Soledad, donde reparo en una casa que visité hace años y cuyas fachadas aparecen ahora higiénicamente rehabilitadas. La casa da frente a la placita que, junto a la contigua plaza de Santa Clara, acaba de ser remodelada con cargo al plan estatal de empleo. Ya en Santa Clara me fijo en el inmueble de Torremochada, una y mil veces puesto a la venta y que ahora ha cambiado el cartel anunciador por una obra de reforma integral. Atravieso la Puerta de Mérida y subo la pendiente de la calle Ancha. Por fin doy con un foco de actividad reconocible. Contenedores de escombros y operarios que entran y salen. Compruebo que efectivamente el Parador Nacional está a punto de concluir sus obras.
En San Mateo lucen las cinco estrellas del hotel recién estrenado y, más allá, se alza el objetivo de mi improvisada excursión. Un tipo alto y trajeado bosteza al verme. Yo prosigo hasta Los Condes, doy media vuelta y continúo hasta la Casa del Sol. Decido que la mejor ubicación es la esquina de la escuela de bellas artes. El tipo trajeado sigue allí, deambulando aburrido. Yo trato de concentrarme y empiezo a encajar las vistas. No tardo en darme cuenta de que me falta práctica. Sin que me abandone una sensación a medio camino entre el miedo y la pereza por los pequeños detalles el dibujo va tomando forma, una forma que no se corresponde con la realidad. La torre surge desproporcionadamente chata, los planos de luz se sumen en una penumbra enmarañada.
Durante ese precario proceso comienzo a notar la presencia de más gente y oigo conversaciones que, sin embargo, se mantienen en el segundo plano de mi consciencia. El tipo aburrido conversa con otros y, con gesto de conserje, abre la puerta de un coche para recibir a un grupo que ha terminado de disfrutar de la lujosa cocina del hotel. A la vez que se marchan, y al tiempo que empiezo a lamentar el resultado plasmado en el papel, se me acerca Vicente. Llevaba un rato frente a mí, en el poyo de la iglesia, fumando sus cigarrillos liados. Me pide muy educadamente -casi en actitud novelesca- que le muestre el dibujo. Accedo de mala gana y cuando él comienza a hablar de no sé qué estudio de la composición y a interesarse por el contenido del bloc, le pregunto por su saxofón (hace un tiempo lo veía tocando incesantemente en Cánovas o en San Pedro). Me excuso burdamente y me despido.
Suenan cinco campanadas en San Mateo. La escuela está abriendo. Yo me alejo. De regreso al estudio, pienso en que no he visto cigüeñas en los tejados. Tampoco he escuchado los graznidos del pavo real tras los muros del jardín de la Torre de Sande. Al pasar de nuevo por el Centro de Artes Visuales veo la puerta ahora abierta, mostrando un panel de letras refulgentes. Soy un poblador de la parte antigua, una de esas vagas presencias que los aires de revitalización devolverán al crepúsculo. Hasta entonces me bato en retirada, cojeando, con un bloc amarillento bajo el brazo. Me siento frente al ordenador. Un golpe de clic basta para cambiar el rol. En un instante soy un diseñador de hoy. El software es el instrumento que me permite darle a la torre la esbeltez que mi mano no supo. Esa es mi contribución.

domingo, 6 de febrero de 2011

Soldados de Salamina




“La escena es ésta:

En algún momento de la segunda noche que pasaron los cuatro juntos en el granero, a Angelats lo despertó un ruido. Se incorporó sobresaltado y vio a Joaquim Figueras durmiendo plácidamente junto a él, entre la paja y las mantas; Pere y Sánchez Mazas no estaban. Ya iba a levantarse (o quizás a llamar a Joaquim, que era menos cobarde o más decidido que él) cuando oyó sus voces y comprendió que eso era lo que le había despertado; eran apenas un susurro, pero le llegaban nítidas en el silencio perfecto del granero, al otro lado del cual, casi a ras de suelo y junto a la puerta entrecerrada, Angelats distinguió las brasas de dos cigarrillos ardiendo en la oscuridad. Se dijo que Pere y Sánchez Mazas se habían alejado del lecho de paja donde dormían los cuatro para fumar sin peligro, preguntándose qué hora sería e imaginando que Pere y Sánchez Mazas llevaban ya mucho rato despiertos y hablando volvió a acostarse, trató de conciliar de nuevo el sueño. No lo consiguió. Desvelado, se aferró al hilo de la conversación de los dos insomnes: al principio lo hizo sin interés, sólo para entretener la espera, pues entendía las palabras que estaba oyendo, pero no su sentido ni su intención; luego la cosa cambió. Angelats oyó la voz de Sánchez Mazas, pausada y profunda, un poco ronca, relatando los días del Collell, las horas, los minutos, los segundos asombrosos que precedieron y siguieron a su fusilamiento; Angelats conocía el episodio porque Sánchez Mazas les había hablado de él la primera mañana en que estuvieron juntos, pero ahora, quizá porque la oscuridad impenetrable del granero y la elección tan cuidadosa de las palabras otorgaban a los hechos un suplemento de realidad, lo oyó como por vez primera o como si, más que oírlo, lo estuviera reviviendo, expectante y con el corazón encogido, quizás un poco incrédulo, porque también por vez primera -Sánchez Mazas había eludido mencionarlo en su primer relato- vio al miliciano de pie junto a la hoya, entre la lluvia, alto y corpulento y empapado, mirando a Sánchez Mazas con sus ojos grises o quizás verdosos bajo el arco doble de las cejas, las mejillas chupadas y los pómulos salientes, recortado contra el verde oscuro de los pinos y el azul oscuro de las nubes, jadeando un poco, las manos grandes aferradas al fusil terciado y el uniforme de campaña profuso de hebillas y raído de intemperie. Era muy joven, oyó Angelats que decía Sánchez Mazas. De tu edad o quizá más joven, aunque tenía una expresión y unos rasgos de adulto. Por un momento, mientras me miraba, creí que sabía quién era; ahora estoy seguro de saberlo. Hubo un silencio, como si Sánchez Mazas aguardara la pregunta de Pere, que no llegó; Angelats divisaba al fondo del granero el brillo de las dos brasas, uno de los cuales se hizo momentáneamente más intenso y alumbró el rostro de Pere con un tenue resplandor rojizo. No era un carabinero ni desde luego un agente del SIM, prosiguió Sánchez Mazas. De haberlo sido, yo no estaría aquí. No: era un simple soldado. Como tú. O como tu hermano. Uno de los que nos vigilaban cuando salíamos a pasear al jardín. Enseguida me fijé en él, y yo creo que él también se fijó en mí, o por lo menos eso es lo que se me ocurre ahora, porque en realidad nunca intercambiamos una sola palabra. Pero me fijé en él, como todos mis compañeros, porque mientras nosotros paseábamos por el jardín él siempre estaba sentado en un banco y tarareando algo, canciones de moda y cosas así, y una tarde se levantó del banco y se puso a cantar Suspiros de España. ¿Lo has oído alguna vez? Claro, dijo Pere. Es el pasodoble favorito de Liliana, dijo Sánchez Mazas. A mí me parece muy triste, pero a ella se le van los pies en cuanto oye cuatro notas. Lo hemos bailado tantas veces... Angelats vio que la brasa del cigarrillo de Sánchez Mazas enrojecía y se apagaba bruscamente, y luego oyó que su voz ronca y casi irónica se levantaba en un susurro y reconoció en el silencio de la noche la melodía y la letra del pasodoble, que le dieron unas ganas enormes de llorar porque le parecieron de golpe la letra y la música más tristes del mundo, y también un espejo desolador de su juventud malograda y del futuro de lástima que le aguardaba: «Quiso Dios, con su poder, / fundir cuatro rayitos de sol / y hacer con ellos una mujer, / y al cumplir su voluntad / en un jardín de España nací / como la flor en el rosal. / Tierra gloriosa de mi querer, / tierra bendita de perfume y pasión, / España, en toda flor a tus pies / suspira un corazón. / Ay de mi pena mortal, / porque me alejo, España, de ti, / porque me arrancan de mi rosal». Sánchez Mazas dejó de canturrear. ¿Te la sabes entera?, preguntó Pere. ¿El qué?, preguntó Sánchez Mazas. La canción, contestó Pere. Más o menos, contestó Sánchez Mazas. Hubo otro silencio. Bueno, dijo Pere. Y qué pasó con el soldado. Nada, dijo Sánchez Mazas. Que en vez de quedarse sentado en el banco, tarareando por lo bajo como siempre, aquella tarde se puso a cantar Suspiros de España en voz alta, y sonriendo y como dejándose arrastrar por una fuerza invisible se levantó y empezó a bailar por el jardín con los ojos cerrados, abrazando el fusil como si fuera una mujer, de la misma forma y con la misma delicadeza, y yo y mis compañeros y los demás soldados que nos vigilaban y hasta los carabineros nos quedamos mirándolo, tristes o atónitos o burlones pero todos en silencio mientras él arrastraba sus fuertes botas militares por la gravilla sembrada de colillas y de restos de comida igual que si fueran zapatos de bailarín por una pista impoluta, y entonces, antes de que acabara de bailar la canción, alguien dijo su nombre y lo insultó afectuosamente y entonces fue como si se rompiera el hechizo, muchos se echaron a reír o sonrieron, nos echamos a reír, prisioneros y vigilantes, todos, creo que era la primera vez que me reía en mucho tiempo. Sánchez Mazas se calló. Angelats sintió que Joaquim se revolvía a su lado, y se preguntó si él también estaría escuchando, pero su respiración áspera y regular le hizo descartar enseguida la idea. ¿Eso fue todo?, preguntó Pere. Eso fue todo, contestó Sánchez Mazas. ¿Estás seguro de que era él?, preguntó Pere. Sí, contestó Sánchez Mazas. Creo que sí. ¿Cómo se llamaba?, preguntó Pere. Dijiste que alguien pronunció su nombre. No lo sé, contestó Sánchez Mazas. Quizá no lo oí. O lo oí y lo olvidé enseguida. Pero era él. Me pregunto por qué no me delató, por qué me dejó escapar. Me lo he preguntado muchas veces. Volvieron a callar, y Angelats sintió esta vez que el silencio era más sólido y más largo, y pensó que la conversación había concluido. Me estuvo mirando un momento desde el borde de la hoya, continuó Sánchez Mazas. Me miraba de una forma rara, nunca nadie me ha mirado así, como si me conociera desde hacía mucho tiempo pero en aquel momento fuera incapaz de identificarme y se esforzara por hacerlo, o como el entomólogo que no sabe si tiene delante un ejemplar único y desconocido de insecto, o como quien intenta en vano descifrar en la forma de una nube un secreto invulnerable por fugaz. Pero no: en realidad me miraba de una forma... alegre. ¿Alegre?, preguntó Pere. Sí, dijo Sánchez Mazas. Alegre. No lo entiendo, dijo Pere. Yo tampoco, dijo Sánchez Mazas. En fin, añadió después de otra pausa, no sé. Creo que estoy diciendo tonterías. Debe de ser muy tarde, dijo Pere. Es mejor que intentemos dormir. Sí, dijo Sánchez Mazas. Angelats los sintió levantarse, tumbarse en la paja uno al lado del otro, junto a Joaquim, y los sintió también (o los imaginó) tratando en vano como él de conciliar el sueño, revolviéndose entre las mantas, incapaces de desprenderse de la canción que se les había enredado en el recuerdo y de la imagen de aquel soldado bailándola abrazado a su fusil entre cipreses y prisioneros, en el jardín del Collell”.

Soldados de Salamina. Javier Cercas. Tusquets Editores. Marzo 2001