domingo, 26 de junio de 2011

Ángel



Querido Ángel:

Anoche, mientras escuchaba a nuestro hermano mayor y a tus amigos, decidí que hoy escribiría sobre ti. Ahora debes estar montado en un coche, junto a la que ya es tu mujer ante la Ley. Imagino que encontraréis cansados pero a la vez expectantes por el largo viaje que iniciáis. Comenzaréis cruzando el Atlántico, visitando los monumentos naturales que ofrece Canadá; lejos, por un tiempo, del ruido de las factorías y de las escuelas. Quizás ahora, en uno de esos silencios tan tuyos, con la vista puesta en un horizonte de encinas doradas por los últimos rayos de sol, no sólo estés pensando en el futuro. Puede que te asalten algunos recuerdos, cosa que suele ocurrir cuando uno traspasa este limen de la vida. En esa tesitura evoco, con una frescura poco habitual en mí, el momento en que Mamá nos contó que ibas a venir a este mundo. Luego, la diferencia de edad hizo que entre nosotros hubiera más carantoñas que juegos infantiles. Sin embargo, la memoria nítida vuelve recurrente a un verano en Estepona ¿Te acuerdas? Había pocos niños de nuestras edades, así que tú y yo nos pasabamos el día juntos. Tenías seis o siete años y aún me llegabas a la altura del pecho. En la piscina te gustaba que te lanzase al agua, izándote por encima de mi cabeza. Entre carcajadas, abrías los brazos justo antes de cada impulso, como un avión. Hoy te veo partir. Vuelas como esos aviones en los que trabajas, con la serena majestad propia de las aves y de esos niños felices que llamamos ángeles. De mayor quiero ser como tú.

In a sentimental mood

domingo, 19 de junio de 2011

La Institución (IV)

La veneciana rota de la ventana arrojaba sobre su rostro diagonales de sombra que no hacían sino resaltar el esplendor azul ártico de unos ojos sin indicio de deshielo. Hablaba de los últimos días que pasó junto a su padre moribundo; cuando la pequeña de la casa se convirtió de pronto en cabeza de familia; días de lucha y esperanza ciega; noches en vela, conduciendo hasta el hospital más cercano; dolor sin paliativos que pudieran ahuyentar la cura imposible y anticipar un final algo más dulce. Al concluir que podría haber hecho algo más, Costa sólo intervino para contradecirla con torpes palabras de ánimo.

Para él, ella representaba esa clase de belleza inquietante. El inmenso mar, las altas cumbres, la lejana tierra sobrevolada; ese tipo de magníficas visiones le provocaban, a su vez, parecidas sensaciones de vértigo y miedo. Bajo la apariencia de chica guapa aficionada a las boutiques, de aquella fatal experiencia surgió una heroina que se haría cargo de las tierras de su padre, subiéndose a un tractor, ayudando en los partos de las reses y levantando su propia casa en el pueblo que la vio nacer; un hogar donde criar a un hijo que cultivaría la memoria del abuelo.

Y tal peripecia sucedería tras varias láminas de cristal blindado en el que Costa, como único espectador, no podría nada más que dejar impreso un efímero vaho que al evaporar borraría toda huella. Pensaba en ello ahora que había transcurrido un siglo, parado frente a una cancela, en una calle de aquel pueblo. Antes de subir al coche que aguardaba con el motor en marcha, se volvió un instante, a contemplar por última vez el edificio de impecables persianas echadas que no dejaban pasar un solo rayo de luz.

domingo, 5 de junio de 2011

El acordeonista armenio

Mediodía de un sábado primaveral de 1993. Tomamos unas cañas en la atestada Plaza del Salvador. Aunque llevamos tiempo en Sevilla, seguimos ostentando la condición de forasteros. Sin embargo, ello no impide que disfrutemos, a nuestra manera, de los frutos de esa festiva ciudad. Sentados en la escalinata hablamos poco, presenciando el jolgorio ritual de nuestro alrededor como el público que asiste a una representación ya repetida. La ingesta de cerveza ya ha alcanzado el promedio habitual cuando, de entre aquella masa de cuerpos jóvenes y rostros alegres, comienza a hacerse perceptible un sonido que a buen seguro debía llevar tiempo emitiéndose. Al poco, aparece la mujer de la que brota una melodía que penetra en las entrañas, bajo la línea de flotación del ruido ambiental. Pequeña estatura, pelo lacio muy largo y encanecido, túnica oscura con una especie de ornato oriental en el cuello. La extraña figura se desliza entre la gente mientras canta. Sus manos vacías esbozan tímidos dibujos en el aire, ninguno de los cuales versan sobre limosnas, óbolos ni auxílios semejantes. Aquella ninfa errabunda se va alejando hasta que la perdemos de vista, pero la melodía continúa sonando mucho después.

El poso que dejó la escena descrita despertó el otro día mientras trasteaba en el menú musical de mi querido Max. Yengibarjan añade en este vídeo, además, una sucesión de imágenes que hablan de territorios a poniente del desgarrado telón de acero. Paisajes nevados y ciudades penumbrosas que traen recuerdos que contrastan con lo que ocurre por aquí en esta época del año; contraste que subraya el hecho de que, a pesar de lo transcurrido, uno no sigue siendo más que un extranjero.