martes, 24 de julio de 2012

Un Hércules Gaditano

Donde antes sólo había dunas, enebros y pinares, ahora se levantan campos de golf, apartamentos y hoteles. En uno de ellos pasamos estos días. Aquel territorio de la infancia me resulta irreconocible. Tan sólo me es familiar el peculiar olor que emana de las cañerías. Ansioso por encontrar alguna referencia, he sacado a todos de la piscina y nos hemos asomado a la playa. Dicen que el baluarte que se divisa desde esa parte del litoral se erigió sobre los cimientos de un viejo templo fenicio que durante la dominación romana fue consagrado a Hércules, ese héroe de final agónico. Lo encuentro más reluciente de lo que recordaba, casi fantasmagóricamente fluorescente; más tarde me entero de su reciente restauración.

Las horas siguientes responden al guión de las vacaciones ideales hasta que volvemos a encontrarnos en la piscina. La tarde avanza y, mientras la flaca me releva en entretener a los críos, vuelvo la mirada a poniente, hacia el mar, una lejana banda resplandeciente entre la masa de árboles. Obtengo la venia casi sin necesidad de abrir la boca (la flaca me conoce demasiado bien) y, a los pocos segundos, estoy corriendo en dirección a mis tribulaciones. Una senda de asfalto atraviesa terrazas, puestos comerciales, cartelería varia y bañadores tendidos sobre antepechos de todos los estilos y sin él. Desorientado busco el paseo marítimo. La fatiga se presenta con una antelación sonrojante cuando giro noventa grados hacia la atestada playa. Por azar encuentro el paseo. Hacia el final, junto con el Castillo de Sancti Petri, aparecen otros vestigios de mi memoria: el acantilado, la escalinata, la fea mole blanca de apartamentos... Sin embargo, mis ojos lo que no paran de escudriñar es la orilla; esa franja de tierra invadida por el oleaje con una periodicidad impasiblemente crónica. Todo está limpio: ni rastro de rocas. Ninguna trampa medio oculta que pueda herir a nadie como la que hizo sangrar a mi padre treinta años atrás, aquella que anticipó el dolor de su reciente pérdida.

Al día siguiente, por la mañana, vuelvo a abandonar repentinamente a los míos y decido recorrer de nuevo los tres kilómetros que me separan del extremo occidental de La Barrosa; esta vez a pie descalzo y por la orilla del mar. Otra vez el acantilado; presenta un horrible zócalo artificial que tapona los orificios y recovecos antaño tan tentadores para niños juguetones, amantes temerarios y buscadores de basura. A su altura se ven Los Lavaculos, la plataforma caliza plagada de bañeras surgidas de la abrasión. Unos metros delante, unos bultos oscuros emergen al retirarse las olas. Pienso que tal vez sean algas pero al acercarme a la primera de esas excrecencias compruebo que se trata de ella: su apariencia serviría para describir la piel de uno de esos dioses ctónicos contra los que luchó Hércules. Amorfa, llena de protuberancias, embadurnada de una película viscosa, salpicada de una suerte de almejillas cuya concha es sólo una vulva cartilaginosa y semitransparente. Una pisada desnuda en ese atisbo del inframundo no resulta una experiencia agradable precisamente. La maldigo y doy media vuelta.

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