domingo, 13 de mayo de 2012

La Caballería del Muerto

Llevábamos ya un rato rodando por las veredas de aquel territorio abierto, siguiendo la polvorienta estela de los que conocían el trayecto, cuando me pregunté qué hacíamos allí, lejos de nuestro pequeño universo reconocible. Antes de subirnos al coche, vi al viejo profesor de literatura del instituto. Iba cargado con bolsas de la compra y le abordé desde cierta distancia. Al llegar a su altura, por fin cumplí lo que hasta hoy nunca pude conseguir cada vez que me cruzaba con él por la calle (la última vez, yo estaba corriendo y después de pasar de largo, parar y volver para buscarle, no le encontré). Me presenté como un antiguo alumno suyo y le dije que sólo quería agradecerle la mejor evaluación que jamás nadie había hecho de uno de mis ejercicios académicos. Le expliqué que se trataba de un examen sobre el movimiento romántico del XIX, al final del cual escribió una nota de agradecimiento que cité palabra por palabra y que no procede aquí reproducir. Después de escuchar mi historia, esbozó un pequeño gesto risueño y contestó: "la cortesía del filósofo".
Pensaba en lo anterior, cuando de repente aquel viaje eterno entre vacas y encinas culminó junto a un caserío formado por desiguales construcciones a la sombra de unos cuantos árboles de gran porte. No fueron pocas las dificultades a vencer al principio: el calor era sofocante, los niños tenían miedo de los perros, de las cacas de las ovejas, de los insectos; era la primera vez que mi madre ejercía de viuda fuera de los límites de su ciudad y, por si fuera poco, yo tenía que cargar conmigo mismo. Poco a poco, con la inestimable ayuda de nuestros cariñosos anfitriones, fuimos aclimatándonos. Nos enseñaron la nave almacén reconvertida en casa fresca, contemplamos las rosas del 'patio' y nos asomamos a la charca de los galápagos. Luego comimos en el salón adornado por los mapas de mediados del XX y las ortofotos de época más reciente. La toponimia señalaba aquel paraje como la Dehesa de la Caballería del Muerto, tierras que en tiempos de la reconquista debieron servir de pastos para las órdenes militares que tenían su bastión principal en Trujillo. Mi adaptación personal tuvo su máxima expresión en una siesta dormida en la cómoda mecedora de respaldo redondeado. A ello le siguió un disputado partido de fútbol con los chiquillos. Avanzada la tarde, ellos terminaron su bautismo triunfal en los corrales, acariciando a los borreguitos e imitando su balido. Tras visitar el huerto, quise entrar en el edificio centenario que sirvió de vivienda de la familia. Dentro de esas estancias abandonadas, lóbregas y sucias, lo logrado a lo largo del día estuvo a punto de echarse a perder entre penumbras amenazantes. Sin embargo, al salir y emprender el regreso, el inestable equilibrio de los últimos meses se recompuso lo suficiente para dirigir una última mirada a un paisaje verde y tranquilizador, enmarcado por un cerro escarpado que señalaba un occidente que comenzaba a engalanarse para cobijar a un sol de justicia sólo tamizado por la densa calima del bochorno.