miércoles, 24 de octubre de 2012

Viejos desconocidos




Origen de la imagen



















El otro día lo confirmó mi madre. El chico ese se sienta todas las noches en el rincón más oscuro de la calle, muy cerca de una batería de contenedores de basura, sobre el murete que sostiene las vallas del parque. Se acomoda allí, con unos auriculares puestos y unas latas de cerveza. Es más o menos de mi edad (treinta y muchos), lo conozco desde hace tiempo, cuando solía ir acompañado por una chica (¿le habrá dejado?). La Flaca siempre le saludaba -sin detenerse- cuando nos cruzábamos con él; fueron vecinos en el edificio de la calle Fleming. Eso es todo lo que sé de él. Su aspecto es el de un roquero algo trasnochado y desgreñado, eso no ha cambiado. A mi madre le da algo de miedo. Por eso, cada noche al volver de casa de mi abuela, cambia de acera. Yo le he dicho, más por intuición que por otra cosa, que es inofensivo (aunque parezca herido).

Vicentín es el nombre de otro tipo al que suelo ver siempre, cuando paso por delante del bar Zany. Es el único bar del barrio que sobrevive con el mismo titular desde que yo era un crío. Está en una esquina entre las plazas de Gante y de Bruselas. El local se me antoja como la versión cañí del que inmortalizó Edward Hopper. A través de sus grandes cristales se puede ver a los parroquianos jugando al dominó o simplemente bebiendo. Vicentín (espero que ahora no lo llamen así) salía del Zany el otro día. Sostenía el teléfono mientras que, con la otra mano y la espalda curvada, parecía contrapesar el enorme volumen de su barriga. Tal vez hablaba con esa mujer con la que en otra ocasión le escuché discutir a gritos, también por teléfono, en el portal de mi abuela. Vicentín tiene, en su edad adulta, una mirada triste y enajenada, pelo encrespado, narizota y aspecto desaseado. Poco, muy poco, conserva de aquel joven recluta que adoraban vecinos suyos como mis abuelos. Creo que el uniforme verde oliva que entonces lucía era de la Legión.

Hay otro viejo desconocido, su nombre no importa, al que ven de vez en cuando cruzando la calle Viena. Dicen que va a visitar a su abuela o a su madre, o a ambas. Anda con los hombros algo caídos, la cabeza agachada, muy serio. Le cuesta saludar y cualquiera diría que siempre tiene prisa por abandonar el barrio en el que creció. Un barrio ya sin niños en sus calles y que, de repente, ha envejecido demasiado.

domingo, 14 de octubre de 2012

Salir






“Tú
harta de tanta duda,
yo
de preguntarle al viento,

¿que dónde conocí a la luna?
¿yo?
¿que en qué coños ocupo el tiempo?”


Todavía en medio de una nada oscura, el brillo de las estrellas es sustituido por las luces apiñadas del fondo. Más cerca, surgen las formas de la ciudad amarilla cubierta por el vapor del sodio. En las calles del centro, ruido y movimiento escenifican la celebración de la civilización. Nuestro amigo se reúne con un grupo en una terraza atestada. Desde allí se dirigen al lugar del concierto. Toman una ruta alternativa para evitar atascos; de nuevo las afueras se asoman a la noche. En un cruce inhóspito alguien golpea la ventanilla del copiloto. Después del susto le indican al extraño que van al mismo sitio que él. El viejo camino que nuestro amigo recordaba está ahora asfaltado, más allá del caótico polígono industrial. Tras un trecho desértico y ciego aparece el recinto iluminado con una aura de polvo resplandeciente. En ese páramo de sombras, un escenario de gran altura se distingue en la cabecera como un altar levantado al familiar dios de la rebeldía. El grupo se funde con el gentío que va llegando. Un orden invisible gobierna el fantástico tinglado, de modo que todos los fieles ocupan con asombrosa facilidad su lugar en el templo. El grupo se sitúa delante del escenario pero no muy cerca, a pocos metros de las barras de bebida. Comienza el espectáculo; se enciende La Bestia. Como preludio de la catarsis venidera, suenan acordes que despiertan recuerdos añejos en nuestro amigo. Los ojos se le humedecen penetrando en un bar pequeño de una calle minúscula de la misma ciudad que en ese momento vibra y se expande. Todos los que le acompañan en ese bar están ya muy lejos. Porta un litro de cerveza que no tiene con quién compartir. Alguno del grupo presente le ofrece de su bebida pero él es incapaz de aceptar, mientras a la suya se le van las burbujas y la espuma. Tampoco reacciona cuando, más adelante, otro de los del grupo le pasa el brazo por los hombros para corear las canciones. No obstante, en una especie de raro homenaje a los camaradas ausentes, nuestro amigo balancea el cuerpo sin cesar (¿eso es bailar?) durante toda la velada. Forma, a su manera, parte de una fiesta que consta de un par de descansos que sirven como contraste prosaico de lo sublime. El concierto es también una gran fábrica de orines; una enorme e incómoda demostración de humanidad. Sin embargo queda el final, un último arrebato colectivo adornado por la danza cimbreante de focos que peinan el mar agitado de cabezas; el bosque de manos abiertas hacia el firmamento. Al acabar, la misma fuerza invisible arrastra a la gente hacia el exterior; un reguero de muertos vivientes que regresan a la ciudad. El caudal va diluyéndose en su avance. El grupo de nuestro amigo regresa caminando y, a las puertas de una urbe que ofrece prolongar sus dones, él se despide de ellos. En su periférica andadura, poco a poco deja atrás al resto de personas. Mientras se aleja, la luz se reduce a un reflejo en su espalda solitaria y el camino va estrechándose en su incierta internada hacia las tinieblas.

martes, 2 de octubre de 2012

Cierta idea de Smiley

Añorado George:
Anoche vi esa película de Thomas Alfredson que trata de adaptar la novela 'El Topo'. Le Carré, tu ¿creador?, también colabora en ella y eso se advierte, sí, en la atmósfera que gobierna el reconocible universo desolado por una posguerra que acabó con el frente; la linea que distinguía inequívocamente los bandos. Desde entonces no sabes contra quién luchas, aunque aún tienes a Karla. Él tiene el mechero que le regalaste y tú, aunque no lo muestre la película, conservas su borroso retrato colgado en la pared. Todavía más imperceptible es la imagen de Ann; una figura lejana, esquiva; la brillante melena negra en eterno escorzo. Enemigo y amante, uno y otro, son fantasmas con los que mantienes una relación tan cotidiana como imposible. Dan forma a tu desencanto, enterrando los últimos vestigios de un viejo idealismo juvenil que ya no reconoces en ninguno de los tuyos, los moradores del Circus. Control ha muerto y el ambicioso Alleline no ha dejado que su silla se enfríe; Lacon sólo está interesado en tener contentos a los ministros; A la vieja Connie la han jubilado y el único material ruso del que dispone es una botella de vodka;  Haydon, con su aire de tutor de Oxford, se obstina en negar su edad acostándose con todo lo que se mueve; Sterhase, ese mercenario disidente, no merece comentario; ¿y Westerby? ¿Qué ha hecho Alfredson del honorable colegial? Ni rastro de su condición de eremita devorador de libros, un solitario derrotado como tú. De hecho Westerby eres tú, Smiley, con veinte o treinta años menos (pero eso sólo lo desvela tu trilogía impresa). Sin embargo, en la casa todavía permanece tu última esperanza, Peter Guillam, el elegante y leal (a ti) agente de campo que en el celuloide ha sustituido a la bohemia estudiante de violín por un maduro amo de casa de la City. Ahí están todos, juntos compartiendo soledades, en una carrera que devora los músculos del corazón y en la que no hay ganador; en un juego que no tiene gracia pero en el que abandonar no es una opción, siguiendo pistas falsas por un laberinto de miradas huidizas y silencios elocuentes. La fiesta os ha reunido, George, pero tú no logras emborracharte. Te entiendo; la película es sólo una aproximación a un mundo que ya no existe, y mañana hay que levantarse temprano.