domingo, 14 de octubre de 2012

Salir






“Tú
harta de tanta duda,
yo
de preguntarle al viento,

¿que dónde conocí a la luna?
¿yo?
¿que en qué coños ocupo el tiempo?”


Todavía en medio de una nada oscura, el brillo de las estrellas es sustituido por las luces apiñadas del fondo. Más cerca, surgen las formas de la ciudad amarilla cubierta por el vapor del sodio. En las calles del centro, ruido y movimiento escenifican la celebración de la civilización. Nuestro amigo se reúne con un grupo en una terraza atestada. Desde allí se dirigen al lugar del concierto. Toman una ruta alternativa para evitar atascos; de nuevo las afueras se asoman a la noche. En un cruce inhóspito alguien golpea la ventanilla del copiloto. Después del susto le indican al extraño que van al mismo sitio que él. El viejo camino que nuestro amigo recordaba está ahora asfaltado, más allá del caótico polígono industrial. Tras un trecho desértico y ciego aparece el recinto iluminado con una aura de polvo resplandeciente. En ese páramo de sombras, un escenario de gran altura se distingue en la cabecera como un altar levantado al familiar dios de la rebeldía. El grupo se funde con el gentío que va llegando. Un orden invisible gobierna el fantástico tinglado, de modo que todos los fieles ocupan con asombrosa facilidad su lugar en el templo. El grupo se sitúa delante del escenario pero no muy cerca, a pocos metros de las barras de bebida. Comienza el espectáculo; se enciende La Bestia. Como preludio de la catarsis venidera, suenan acordes que despiertan recuerdos añejos en nuestro amigo. Los ojos se le humedecen penetrando en un bar pequeño de una calle minúscula de la misma ciudad que en ese momento vibra y se expande. Todos los que le acompañan en ese bar están ya muy lejos. Porta un litro de cerveza que no tiene con quién compartir. Alguno del grupo presente le ofrece de su bebida pero él es incapaz de aceptar, mientras a la suya se le van las burbujas y la espuma. Tampoco reacciona cuando, más adelante, otro de los del grupo le pasa el brazo por los hombros para corear las canciones. No obstante, en una especie de raro homenaje a los camaradas ausentes, nuestro amigo balancea el cuerpo sin cesar (¿eso es bailar?) durante toda la velada. Forma, a su manera, parte de una fiesta que consta de un par de descansos que sirven como contraste prosaico de lo sublime. El concierto es también una gran fábrica de orines; una enorme e incómoda demostración de humanidad. Sin embargo queda el final, un último arrebato colectivo adornado por la danza cimbreante de focos que peinan el mar agitado de cabezas; el bosque de manos abiertas hacia el firmamento. Al acabar, la misma fuerza invisible arrastra a la gente hacia el exterior; un reguero de muertos vivientes que regresan a la ciudad. El caudal va diluyéndose en su avance. El grupo de nuestro amigo regresa caminando y, a las puertas de una urbe que ofrece prolongar sus dones, él se despide de ellos. En su periférica andadura, poco a poco deja atrás al resto de personas. Mientras se aleja, la luz se reduce a un reflejo en su espalda solitaria y el camino va estrechándose en su incierta internada hacia las tinieblas.

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