domingo, 25 de diciembre de 2011

El campo de fuerza





http://detodounpoco-liova.blogspot.com/2011/12/rodin-en-caceres.html


















Llegué el último. Estaban sentados fuera, justo debajo de una estufa de infrarrojos que hacía las veces de lámpara. Salvo al sujeto que identificaré como Hermano 1, a los otros tres no los veía desde el pasado verano. Igual que en la anterior ocasión y, salvo en lo que respecta al sujeto denominado Padre, igual que siempre ha ocurrido durante un cuarto de siglo, la conversación fluyó sin apenas interrupción, como una hoguera sobrealimentada por leños que iban siendo arrojados por cada uno de nosotros. Mientras las botellas de cerveza se acumulaban en la mesa, Herman Hesse daba paso a la distinción erudita entre leggins y leotardos, Michael Haneke irrumpía entre Bud Spencer y Terence Hill, y la curiosidad alcanzaba la categoría de misterio. Trascurrieron horas en el interior de aquel campo de fuerza donde por momentos entraban y salían conocidos, conocidas y, finalmente, poco después de que Padre nos dejase, un comentario a pocos metros, en la puerta de La Traviata, dañó irremediablemente sus defensas. Lo profirió una chica y parecía un reproche dirigido al sujeto al que me referiré como Primo. Primo estaba hablando sobre la tolerancia, discurso éste que la chica cuestionó con manifiesto desagrado. Nadie del grupo reaccionó pero yo me quede extrañado y , acto seguido, el frio empezó a dejarse notar. Cuando entramos a pagar vi a la chica, de modo que me separé de mis amigos y la abordé. Tratando de ser educado le pregunté por el suceso anterior. Ella me dijo que la habíamos mirado con mala cara. Mi defensa se basó en el malentendido gestual y en que para alguno de nosotros ni la más eficaz cirugía plástica podría acudir en socorro de unas líneas de expresión demasiado fatigadas.

De allí fuimos a El Cali, donde nos unimos a un grupo que siempre ha mantenido vivo el dificil arte de la manifestación de amistad. De esa estación, mención especial para las confesiones 'non petitas' de un conocido parroquiano, y las añoranzas etílicas de un viejo gallito, largamente etiquetado como villano y pendenciero. De este último todos los antiguos rencores quedaron definitivamente disueltos en cuanto empezó a lamentarse de su suerte: "lo que yo podría haber sido" (¿o, eso, lo escuché en una película?)

Integrados en la saludable pandilla llegamos al María Mandiles, no sin antes sortear a un Papá Noel con medias de rejilla hasta una altura inquietante. Allí hizo aparición otro fantasma del pasado que atrapó a Primo. Abandonado a su suerte, el resto huimos cobardemente hasta La Machacona. Antes de llegar, Hermano 2 -que comparte misma sangre con 1 y Padre, por si alguien no lo ha deducido- y yo nos entregamos a la habitual crítica valorativa de la remozada Plaza Mayor. Después de tragarme con simulado esfuerzo un chupito del tamaño de un vaso de sidra (uno de esos actos que hay que cumplir obligatoriamente como manifestación de amistad) eché de menos a Hermano 2. Lo encontré fuera, desplomado en un banco, señal de que había llegado el momento de concluir la maravillosa velada. Cuando atravesábamos la Plaza un manto de agua en suspensión gaseosa iba difuminando el contorno de las torres y las murallas, precipitándose como un telón en un escenario que no por conocido sigue ofreciendo nuevos actos de un drama que coquetea con la curiosidad por no hacer frente al misterio.




jueves, 8 de diciembre de 2011

Cuento de Navidad ('Smoke')



Escena de 'Smoke' (1995) donde se reproduce el diálogo del texto

















'You're innocent when you dream'  Tom Waits

-¿Recuerdas cuando me preguntaste cómo empecé a hacer fotografías? Bien, esta es la historia de cómo conseguí mi primera cámara. Como observación, es la única cámara que he tenido. ¿Me sigues hasta ahora?
-Cada palabra.
-Y ésta es la historia de cómo ocurrió.
-Bien.
-Era verano del setenta y seis, cuando empecé a trabajar para Vinnie. El verano del bicentenario. Un chico vino una mañana y empezó a robar cosas de la tienda. Estaba tras el estante de los periódicos, cerca de la ventana. Se metía revistas bajo su camisa. Había gente en el mostrador, así que no lo vi al principio, pero cuando me di cuenta de lo que hacía, empecé a gritar. Salió pitando como el correcaminos, y en el tiempo que pude salir del mostrador, él ya iba por la Séptima Avenida. Lo perseguí hasta la mitad del bloque, y lo dejé. Se le cayó algo en la huída, y desde ahí no lo sentí correr más. Me agaché a ver lo que era. Pareció ser su cartera. No había dinero, pero su carnet de conducir estaba, y tres o cuatro fotos de carnet. Supongo que podría haber llamado a la poli para que lo arrestaran. Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero sentí pena por él. Era sólo un pobre desdichado, y una vez que miré aquellas fotos de su cartera, no pude sentirme enfadado con él.... Roger Goodwin. Así se llamaba. En una de sus fotos, recuerdo, estaba al lado de su madre. En otra, cogía un trofeo de la escuela y sonreía como si hubiera ganado la lotería. No hubiera tenido corazón. Un pobre chico de Brooklyn. Sin mucho por lo que ir a por él, ¿y a quién le importa un par de sucias revistas? Guarde la cartera. Por un tiempo pensé en devolvérsela, pero no encontraba el momento. Entonces llego la Navidad, y me encontré sin nada que hacer. Vinnie me iba a invitar, pero su madre enfermó, y tuvo que irse a Miami a última hora. Yo estaba sentado en mi apartamento aquella mañana, sintiéndome apenado por mí mismo. Vi la cartera de Roger Goodwin en un estante. Me di cuenta que, demonios, por qué no hacer algo bueno de una vez. Me puse el abrigo y salí a devolver la cartera. Vivía por Boerum Hill, por algun lado en los bloques altos. Estaba helando ese día, y recuerdo que me perdí buscando el edificio. Todos se parecen en aquel lugar, y siempre vuelves al mismo sitio pensando que te has ido a otro lado. Bien, finalmente encontré el apartamento y llamé al timbre. No ocurrió nada. Creí que no había nadie, pero lo intente otra vez para asegurarme. Esperé un poco más, y justo cuando me iba a ir, escuché que alguien se acercaba a la puerta. La voz de una mujer mayor dijo, "Quién es?" y dije, estoy buscando a Roger Goodwin. 'Eres tu, Roger?' dijo, y entonces quitó como quince cerrojos y abrió la puerta. Debía tener por lo menos ochenta, quizá noventa años, y lo primero de que me di cuenta, es que era ciega. 'Sabía que vendrías. Roger', dijo. 'Sabía que no te olvidarías de la abuela Ethel en Navidad.' Y entonces abrió los brazos y me abrazó. No tuve mucho tiempo para pensar, ¿lo entiendes?. Tenía que decir algo rápido, y antes que supiera lo que estaba pasando, pude oir las palabras saliendo de mi boca. 'Eso es, Abuela Ethel,' dije. 'He vuelto para verte en Navidad.' No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Vino de esa manera, y de repente aquella anciana me abrazaba delante de la puerta, y yo le abrazaba a ella. Fue como un juego que los dos decidimos jugar, sin tener que discutir las reglas. Me explico: aquella mujer sabía que no era su nieto. Era vieja y ciega, pero no estaba tan mal como para diferenciar a un extraño de alguien de su propia sangre. Pero le hizo feliz fingir, y como yo no tenía nada mejor que hacer de todas maneras, estaba feliz por quedarme con ella. Nos metimos en el apartamento y pasamos todo el día juntos. Cada vez que me preguntaba algo de cómo estaba, tenía que mentirla. Le conté que había encontrado empleo en un estanco y que me iba a casar. Le conté muchas historias bonitas, y ella hizo como que se las creía. 'Esta bien, Roger', decía, inclinando su cabeza y sonriendo. 'Siempre supe que las cosas te iban a salir bien'. Después, empecé a tener hambre. No parecía que hubiera mucha comida en la casa, así que fui a la tienda del barrio y compré mucha comida. Pollo precocinado, sopa de verduras, un tarro de ensalda de patata, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino en su habitación, y los dos fuimos capaces de preparar una decente cena de Navidad. Nos mareamos un poco con el vino, recuerdo, y despues de la comida nos fuimos al salón donde las sillas eran más confortables. Tenía ganas de hacer pis, así que me excusé y fui al baño. Ahí fue donde las cosas dieron un cambio. Ya era suficiente mi pequeña estafa como el nieto de Ethel, pero lo que hice después fue insensato, y nunca me lo perdonaré. Entre en el baño y, amontonadas contra la pared de la ducha, vi unas seis o siete cámaras. Nuevas, cámaras de treinta y cinco milímetros, aún en sus cajas. Yo no había hecho fotografías en mi vida, mucho menos robado, pero en el momento que vi esas cámaras en el baño, decidí que quería una. Así. Y, sin pararme a pensarlo, puse una de esas cámaras bajo mi brazo y volví al salón. No me había ausentado ni tres minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se quedó dormida. Demasiado Chianti, supongo. Fui a la cocina a lavar los platos, mientras ella dormitaba ajena a aquella estafa, ronroneando como un bebé. Se la veía cómoda, y decidí irme. No pude ni escribirle  una nota de despedida porque, como te he dicho, era ciega. Puse la cartera de su nieto en la mesa, cogi la cámara, y salí del apartamento. Y ese es el fin de la historia.
-¿Volviste a verla?
-Una vez, tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que no la había usado todavía. Finalmente decidí devolvérsela, pero la abuela Ethel ya no vivía allí. Alguien habia ocupado su apartamento, y no me pudo decir donde estaba.
-Probablemente murió.
-Sí, probablemente.
-Lo que significa que pasó sus últimas Navidades contigo.
-Supongo. Nunca lo pensé de esa manera.
-Fue un buen acto, Auggie. Fue algo bonito lo que hiciste por ella.
-Le mentí, y le robé. No sé como puedes decir que fue un buen acto.
-La hiciste feliz. Y la cámara era robada de todas maneras.
-¿Todo por el arte, eh, Paul?
-No diría tanto. Pero al menos diste un buen uso a la cámara.
-¿Y ahora ya tienes tu Historia de Navidad, no?

domingo, 4 de diciembre de 2011

¿Otro caso acabado?


















Volvió a suceder la otra noche, en la asamblea del 'parque sindical'. Durante los ruegos y preguntas mi colega recién jubilado insistió en denunciar a esa 'marabunta' compuesta por 'hordas' de pequeños salvajes que, con la complicidad de sus madres (nunca mencionó a los padres), están convirtiendo ¿sus? instalaciones en una gran guardería. Más allá de tratar una cuestíon de orden en la que conciliar modos y hábitos de mayores y niños en convivencia, en cada una de sus intervenciones aquel hombre demostraba  tal aversión hacia los últimos que me hizo pensar en 'un caso acabado'. Es el título de una novela de Graham Greene, y es así como uno de sus personajes (el doctor Colin) denomina a los leprosos que antes de curarse pierden todo lo que puede ser devorado en su cuerpo. Sí, ya sé que puede resultar un tanto extrema la analogía, pero quien haya leído el libro comprobará que 'un caso acabado' se identifica también con el individuo que llega a un fin, un punto en el que ya no hay margen para seguir o avanzar, pero tampoco para recuperar nada. Y este es el estado que tal vez padezca quien, después de toda una vida, llegue al punto de ver a aquellos que están aún en el comienzo del camino como una mera presencia incómoda, molesta. Tal vez ese rechazo no sea más que la manifestación de que, a esas alturas, uno ha perdido todo lo que tenía de niño.

domingo, 27 de noviembre de 2011

39 escalones

 Querida Lola:

 El otro día bajé al sótano de esa casa cuya puerta enmarca un desornamentado alfiz, a ver a nuestro común amigo Roberto Costa. Le sugerí que saliese de las tinieblas, por una vez, y subiese los treinta y nueve escalones que tú no hace mucho levantaste. El preguntó por qué. Yo sólo le dije que lo comprendería cuando lo hiciese (sí, un recurso algo novelesco, lo reconozco).

Esta mañana apareció por aquí y, sin saludos previos ni nada de eso, me soltó: "Tenías razón, allí arriba todo es muy bello, verdaderamente bello". Pensé que debías saberlo.

Un beso.

Nota: Al leer el poema 'volver' me he acordado - no es que crea que tenga más vínculos que las propias palabras utilizadas, tú en los versos y yo en el título- del relato de alfiz: Antes de ayer 



viernes, 25 de noviembre de 2011

La Institución (V)




http://1-foto-cada-dia.blogspot.com/2011/04/paseando-en-medio-de-la-niebla.html


Como si una voluntad vieja e impasible cumpliese el vehemente deseo del joven Tancredi, el relevo de poder iniciado meses atrás se había completado por fín, sin que nada de este universo cretácico cambiase. Sin embargo, uno de esos dinosaurios permanecía en el sótano con la desapegada consciencia de estar malgastando una prórroga que se agota lentamente. Sobre la mesa seguían desfilando los mismos insustanciales expedientes -con la única diferencia de contener, de manera habitual, información sobre los anteriores regentes-, las mismas reuniones con Aguirre, el diplomático jefe que tampoco mostró inquietud alguna cuando la nueva curia se hizo cargo de La Institución. En una de aquellas sesiones matutinas, en las que Aguirre gustaba de repetir las directrices de siempre, Costa conoció al que pronto se desvelaría como factótum. Con aire de novato nervioso, Pablo Garro se incorporó sobre la marcha a la reunión, sin que fuera presentado hasta que Aguirre terminó su perorata, momento en que éste se dirigió a los presentes anunciando que aquel hombrecillo de escasa cabellera y mirada huidiza se unía al humilde y a la vez selecto grupo de caballeros del Grial.

- Roberto, haz el favor de quedarte un momento. Los demás podeís marcharos, gracias. Bueno, Roberto ¿qué te parece el nuevo chaval?
- Que no es tan chaval.
- ¡Ja!. Comparado contigo sí lo es ¿verdad? Además, te lo asigno. Enseñale a ser una estrella como tú. Uno de los mejores, sí, de los mejores.
- ¿Y que pasa con Martín?
- Nada en absoluto. Pero le conviene un descanso. Recuerda que gracias a tus ocurrencias tuvo que emplearse a fondo en el asunto de Lisboa. Imagino que nunca me dirás lo que pasó realmente, cabrón chiflado.
- No me jodas, Hector. No me quites a Martín y haz que otro haga de niñera.
- Sabes que te quiero. Ese tipo, aunque no lo parezca, tiene algo de experiencia. Formareís un buen tándem. Incluso un buen trío cuando vuelva tu compañero ¿de acuerdo?.
*

A las afueras de aquella ciudad antesala de las sierras rayanas, la estación de autobuses se encontraba cerrada. Sin embargo, en uno de los extremos del edificio, el bar permanecía abierto. Saludó nada más entrar, antes de comprobar que su amigo se encontraba en el rincón habitual de la barra, fumando ajeno a la prohibición, como todo el mundo, incluido el guardia civil de uniforme que reía con él mientras apuraba el último trago. Varios vinos más tarde, cuando ya estaban sólos, Costa comenzó con el interrogatorio:

- ¿Cómo va esa pierna?
- Sufriendo la helada de ahí fuera.
- ¿Y lo demás?
- Costa, no me des la brasa. Fue mala suerte, ya está.
- ¿Qué le has contado a Aguirre?
- Vete a la mierda. Soy tu colega, lo seré hasta el final. El problema es que a ti no te importa que llegue ese final. Y además te da igual que te pille conmigo al lado.





domingo, 13 de noviembre de 2011

Matar a un ruiseñor

Un anciano Gregory Peck, sentado en el escenario, contestaba a las preguntas del público que abarrotaba el teatro. La última que le hicieron, antes de despedirse con un dicho irlandés*, fue la tópica '¿cómo le gustaría ser recordado?'. Lejos de referirse a su labor como actor, expresó su deseo de que los suyos pensaran en él como un buen marido y un buen padre. Lo cierto es que, medio siglo después del estreno de 'Matar a un ruiseñor', su encarnación de Atticus Finch personifica al héroe más importante de la historia del cine. Un héroe capaz no sólo de ganarse la admiración de sus hijos sino la de un público entregado.

*(Para los curiosos diré que la despedida irlandesa de Peck era algo así: 'Que no les falte comida, ni una almohada blanda por las noches. Y que una vez dejen este mundo, descansen en el Cielo... al menos durante cuarenta años antes de que el diablo se dé cuenta de que han muerto y los lleve al Infierno')

jueves, 6 de octubre de 2011

Fátima


















Dirección de la imagen

Ya es de noche cuando llego a casa. Salgo a la terraza buscando una brisa fresca que no acaba de llegar. Desde ahí arriba observo que hay gente saliendo de la Gran Superficie. Tienen pinta de ejecutivos, todos de traje, ellas con sus carpetas aferradas al pecho. No sé por qué, pero me resulta dificil asociar a esas personas con la Gran Superficie (Superficie: "aspecto externo de algo") Hace pocos días, allí mismo, en la Gran Superficie, me despedí de alguien que en lugar de traje llevaba el uniforme de los empleados. Esos que te esperan a la salida, tras una cinta transportadora junto a una caja registradora. Suelen llevar su nombre escrito en una tarjeta que quedaría tapada si, en lugar de atenderte, sostuvieran una carpeta como esas ejecutivas de antes. En su tarjeta pone 'Fátima'. Sin perder el gesto serenamente risueño de siempre, Fátima me contó que era su último día de trabajo. "Me echan porque si no me tienen que hacer fija".

Existe cierto consenso sobre el buen aspecto que ofrece la Gran Superficie. De vez en cuando pueden verse grupos de aprendices siendo adiestrados sobre el terreno. Van también uniformados y obsevan atentamente al instructor. Al llegar a la caja, tú formas parte de la clase práctica. Después de pagar, si levantas la mirada, tal vez se tope con unos ojos sonrientes como los de Fátima.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Lágrimas de litio

Un ruido cadencioso le hizo emerger lentamente de un sueño que hacía tiempo no era tan envolvente y denso. Parecía como si aquel sonido hubiera surgido de ese mismo letargo, colándose con él en una vigilia levemente consciente. Pensó en alguna alarma de coche, en su dueño, en las obras del supermercado de al lado, en el vigilante de seguridad, en que alguien avisaría a la policía, en que tarde o temprano dejaría de escucharlo. Trató de volver a dormirse pero, aunque el volumen era muy bajo, el timbre era molestamente penetrante. Al levantarse a mirar por la ventana se percató de que el ruido provenía del interior de la casa. Abrió la puerta del dormitorio y el sonido se acrecentó. Cruzó el pasillo hasta la habitación del fondo. Encendió la luz y destapó el cesto de mimbre donde estaban las muñecas de su hija. Su mujer se había empeñado en guardarlas allí, en la habitación que ocupó la niña hasta que se marchó a Nueva York, mucho después de dejar de tener edad para jugar con ellas. Debajo de un par de rollizos bebés de plástico encontró a la pepona de trapo que lloraba cuando se le quitaba el chupete. Lo ajustó a la boca y todo volvió a quedarse en silencio. Fue entonces cuando miró la hora. A casi cinco mil kilómetros de alllí, en la gran manzana, su hija ya estaría en el trabajo. La llamó.

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Colgó en cuanto sonó el primer tono. Las normas de la empresa eran muy estrictas con el uso de los teléfonos. Se lo había advertido a su padre cada vez que éste parecía olvidar el pacto de emancipación que habían acordado años atrás. Sin embargo, con algo de preocupación se dió cuenta de que en la costa oeste aún no debía haber amanecido. Mientras se dirigía al despacho de su jefe, y volvía a colgar a su padre, ensayó una disculpa para salir. Aunque llevaba poco tiempo en ese trabajo, y no tenía confianza con el supervisor, estaba dispuesta a contarle que su padre necesitaba más atención de lo normal desde que enviudó. Al llegar a la puerta los ojos se le habían humedecido. Su jefe estaba atendiendo al teléfono pero le hizo un gesto para que entrase. De nuevo volvió a sonar el móvil. Ella se mostró muy nerviosa cuando lo apagó sin contestar. Él se separó del auricular y con una sonrisa tranquilizadora le dijo que podía ir a atender esa llamada. Antes de abandonar el despacho, con una amabilidad que difuminaba todo rastro de jerarquía laboral, él le preguntó si no le importaría cruzar la calle y traerle un café y unos bollos.

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Esta vez, el ruido que surgió del aparato no le sacó de un profundo sueño sino que le arrancó del cieno opaco de la desesperación. A pocos metros de la que todavía mostraba el vacío humeante que antes ocupaban las dos torres, la pantalla que vibraba entre sus manos mostraba, entre destellos led, el nombre de su hija.

domingo, 7 de agosto de 2011

En La Parra




La llegada

A la altura de Villafranca de los Barros dejamos la Ruta de la Plata en dirección a Fuente del Maestre. Allí el camino se diluye en un desordenado entramado de calles. Después de preguntar seguimos rumbo a Feria. La imponente torre de su fortaleza es visible antes de atravesar la carretera que une Zafra con Badajoz. El paisaje comienza a ondularse en una sucesión de lomas cubiertas de encinas mientras rodeamos el pueblo para llegar hasta La Parra. La casa rural donde nos alojaremos está rehabilitada de modo que el elegante diseño contemporáneo sólo se manifiesta en su interior.

Por la tarde

Es la hora de comer pero allí sólo sirven desayuno y cena y ningún bar tiene abierta la cocina. Nos mandan a Salvatierra, un pueblo cercano donde sí hay restaurantes. Comprobamos que también tiene un castillo en lo alto de una colina que se cierne sobre el caserío. De vuelta se desata una tormenta que nos hace abandonar las hamacas de un patio con piscina. Al finalizar la cena, compartimos con otros huéspedes un salón con bóvedas de nervios ornamentados. Antes de que se marche Encarna, la encargada, le pregunto por la historia del establecimiento pero ella, sonriendo, me dice que la contará mañana.

La historia

Durante el desayuno Encarna nos cuenta que de niña solía pasar mucho tiempo en aquella casa. Su tía trabajaba allí, al servicio de una de esas familias terratenientes, de aquellas cuya fortuna provenía de la explotación de las grandes fincas con ganado porcino que se extienden por toda la zona. Las fotografías de los antiguos moradores, en blanco y negro, se encuentran enmarcadas en una salita que hace las veces de biblioteca. En una de ellas se puede ver a la hija, mirandonos sonriente. Por lo visto ahora, sin descendencia, vive en una residencia. Años atrás le dejó la casa a la tía de Encarna, y ésta, sin saber qué hacer con aquella ruina, la vendió a la actual dueña. Por una de esas casualidades, después de pasar casi tres lustros en Madrid, Encarna regresa a su pueblo contratada por la nueva dueña para trabajar en la casa. Nos señala espacios donde alacenas, graneros y otros lugares han sido sustituidos por ambientes surgidos de revistas de decoración.

La excursión

Pasamos por Burguillos del Cerro: Otra fortaleza en lo alto, una gran charca la precede y un tupido bosque de encinas nos acompaña en la travesía. Llegamos a Jerez de los Caballeros. La Reconquista, que hasta el momento se ha evidenciado en un territorio salpicado de vestigios de órdenes militares, tiene allí una abundante concentración de testimonios subrayados por esbeltos campanarios. Tras contemplar la Torre Sangrienta salimos hacia Zafra. Recorremos sus dos plazas porticadas y comemos en el atrio renacentista del Palacio de los Duques de Feria. Esa tarde, de vuelta en La Parra, callejeamos por la plaza donde se encuentra el ayuntamiento y la iglesia. Nos asomamos a la hospedería del convento. El sol está bajo y se oye jugar a los chiquillos. En la Calle de la Cruz un imponente edifico de rejas rojas encierra las dependencias de lo que fue un pequeño pero lujoso hotel.

Los huéspedes

Por la noche, la última, tomamos unas cervezas en la terraza de un bar, con los mismos huéspedes del salón, extraños como nosotros bajo un cielo que ya no esconde sus estrellas. Se trata de una pareja de Madrid. Él tiene un negocio de grúas torre; lo dijo en cuanto supo mi profesión. Ahora esas máquinas deben encontrarse en algún solar vacío, movidas únicamente -más bien agitadas- por el viento (En mi caso la arquitectura casí ha quedado reducida a media docena de asepiadas tarjetas de visita que aún conservo. En ellas aparece el dibujo de otra vieja construcción, un apunte que hice en una localidad al norte de la región y que luego también se rehabilitó) Tal vez movido por un sentimiento de solidaridad nos sugirió la idea de salir a tomar algo. Compartimos anécdotas de otros viajes, bebimos y reímos. A la mañana siguiente nos despedimos con el afecto propio de los camaradas.

domingo, 31 de julio de 2011

Vacaciones


El apartamento de Lisboa tenía un ascensor que parecía construido con material de acarreo de los tranvías de la línea 28. En el moderno hotel de Sesimbra nos informaron amablemente de que nuestro dinero era falso. Toda la semana el móvil ha permanecido apagado (Philip k. Dick, a lo sumo, soñaba con videofonos)

domingo, 3 de julio de 2011

El Factor Humano

"No quería dormirse hasta asegurarse, por la respiración de Sarah, de que ésta dormía. Entonces se permitió sumergirse, como su héroe de la infancia, Allan Quatermain, en esa larga y lenta corriente subterránea que le arrastraría hacia las profundidades de aquel continente oscuro donde acaso esperaba encontrar una patria permanente, una ciudad donde le aceptaran como ciudadano (como ciudadano sin profesión de fe). No sería la ciudad de Dios o de Marx, sino la ciudad de la Paz del Espíritu."

El Factor Humano. Graham Greene. 1978



Las Minas del Rey Salomón. Compton Benett. 1950



domingo, 26 de junio de 2011

Ángel



Querido Ángel:

Anoche, mientras escuchaba a nuestro hermano mayor y a tus amigos, decidí que hoy escribiría sobre ti. Ahora debes estar montado en un coche, junto a la que ya es tu mujer ante la Ley. Imagino que encontraréis cansados pero a la vez expectantes por el largo viaje que iniciáis. Comenzaréis cruzando el Atlántico, visitando los monumentos naturales que ofrece Canadá; lejos, por un tiempo, del ruido de las factorías y de las escuelas. Quizás ahora, en uno de esos silencios tan tuyos, con la vista puesta en un horizonte de encinas doradas por los últimos rayos de sol, no sólo estés pensando en el futuro. Puede que te asalten algunos recuerdos, cosa que suele ocurrir cuando uno traspasa este limen de la vida. En esa tesitura evoco, con una frescura poco habitual en mí, el momento en que Mamá nos contó que ibas a venir a este mundo. Luego, la diferencia de edad hizo que entre nosotros hubiera más carantoñas que juegos infantiles. Sin embargo, la memoria nítida vuelve recurrente a un verano en Estepona ¿Te acuerdas? Había pocos niños de nuestras edades, así que tú y yo nos pasabamos el día juntos. Tenías seis o siete años y aún me llegabas a la altura del pecho. En la piscina te gustaba que te lanzase al agua, izándote por encima de mi cabeza. Entre carcajadas, abrías los brazos justo antes de cada impulso, como un avión. Hoy te veo partir. Vuelas como esos aviones en los que trabajas, con la serena majestad propia de las aves y de esos niños felices que llamamos ángeles. De mayor quiero ser como tú.

In a sentimental mood

domingo, 19 de junio de 2011

La Institución (IV)

La veneciana rota de la ventana arrojaba sobre su rostro diagonales de sombra que no hacían sino resaltar el esplendor azul ártico de unos ojos sin indicio de deshielo. Hablaba de los últimos días que pasó junto a su padre moribundo; cuando la pequeña de la casa se convirtió de pronto en cabeza de familia; días de lucha y esperanza ciega; noches en vela, conduciendo hasta el hospital más cercano; dolor sin paliativos que pudieran ahuyentar la cura imposible y anticipar un final algo más dulce. Al concluir que podría haber hecho algo más, Costa sólo intervino para contradecirla con torpes palabras de ánimo.

Para él, ella representaba esa clase de belleza inquietante. El inmenso mar, las altas cumbres, la lejana tierra sobrevolada; ese tipo de magníficas visiones le provocaban, a su vez, parecidas sensaciones de vértigo y miedo. Bajo la apariencia de chica guapa aficionada a las boutiques, de aquella fatal experiencia surgió una heroina que se haría cargo de las tierras de su padre, subiéndose a un tractor, ayudando en los partos de las reses y levantando su propia casa en el pueblo que la vio nacer; un hogar donde criar a un hijo que cultivaría la memoria del abuelo.

Y tal peripecia sucedería tras varias láminas de cristal blindado en el que Costa, como único espectador, no podría nada más que dejar impreso un efímero vaho que al evaporar borraría toda huella. Pensaba en ello ahora que había transcurrido un siglo, parado frente a una cancela, en una calle de aquel pueblo. Antes de subir al coche que aguardaba con el motor en marcha, se volvió un instante, a contemplar por última vez el edificio de impecables persianas echadas que no dejaban pasar un solo rayo de luz.

domingo, 5 de junio de 2011

El acordeonista armenio

Mediodía de un sábado primaveral de 1993. Tomamos unas cañas en la atestada Plaza del Salvador. Aunque llevamos tiempo en Sevilla, seguimos ostentando la condición de forasteros. Sin embargo, ello no impide que disfrutemos, a nuestra manera, de los frutos de esa festiva ciudad. Sentados en la escalinata hablamos poco, presenciando el jolgorio ritual de nuestro alrededor como el público que asiste a una representación ya repetida. La ingesta de cerveza ya ha alcanzado el promedio habitual cuando, de entre aquella masa de cuerpos jóvenes y rostros alegres, comienza a hacerse perceptible un sonido que a buen seguro debía llevar tiempo emitiéndose. Al poco, aparece la mujer de la que brota una melodía que penetra en las entrañas, bajo la línea de flotación del ruido ambiental. Pequeña estatura, pelo lacio muy largo y encanecido, túnica oscura con una especie de ornato oriental en el cuello. La extraña figura se desliza entre la gente mientras canta. Sus manos vacías esbozan tímidos dibujos en el aire, ninguno de los cuales versan sobre limosnas, óbolos ni auxílios semejantes. Aquella ninfa errabunda se va alejando hasta que la perdemos de vista, pero la melodía continúa sonando mucho después.

El poso que dejó la escena descrita despertó el otro día mientras trasteaba en el menú musical de mi querido Max. Yengibarjan añade en este vídeo, además, una sucesión de imágenes que hablan de territorios a poniente del desgarrado telón de acero. Paisajes nevados y ciudades penumbrosas que traen recuerdos que contrastan con lo que ocurre por aquí en esta época del año; contraste que subraya el hecho de que, a pesar de lo transcurrido, uno no sigue siendo más que un extranjero.


domingo, 29 de mayo de 2011

La Institución (III)



Sentado en un banco de piedra Costa parecía contemplar la sierra, iluminada aún por un sol bajo. Lo cierto es que en su cabeza la imaginaba a Ella, jugando de niña como las chiquillas que cuchicheaban a pocos metros. Sus risitas adornaban un trasfondo de rumores de agua y aire surgidos de la eterna lentitud de un pueblecito entre montañas. El sonido de un impacto (tal vez un volquete descargando) le devolvió al presente. Se le antojó que su compañero estaba tardando. Echó un vistazo inútil a su móvil pues, unos kilómetros antes de llegar, habían comprobado que no tenían cobertura.
Conscientes de que en aquel pequeño caserío llamarían la atención, se presentaron como integrantes del equipo redactor del plan urbanístico municipal. Después de un breve paso por el ayuntamiento (cerrado en un primer momento, hasta que encontraron al secretario en el bar de enfrente) recorrieron el pueblo portando unos planos que, por otro lado, mostraban el objetivo real de su visita. Costa llevaba tiempo dedicado a investigar los curriculums de los candidatos a magistrados del Tribunal Superior de Justicia. Uno de ellos, el abogado Ángel Olivero, era autor de diversa legislación y de publicaciones especializadas. Soltero, de perfil independiente y solitario, su historial presentaba ciertos claroscuros pendientes de aclarar (apadrinamientos y enemigos declarados a cada cual más poderosos, tendencias contrarias a ciertas directrices del Partido, etc.). Dirigía sus actividades desde aquella pedanía situada al norte de la provincia, apoyándose en un puñado de colaboradores y en las prestaciones de internet. Faltaban pocos días para la fecha de designación en la Asamblea y no había tiempo para culminar los procedimientos habituales, de modo que Costa consiguió que Héctor moviera los hilos para que Olivero fuera citado en la capital por el Emperador, momento apropiado para poder escudriñar en la morada del abogado. En la improvisada misión contaría con la ayuda de Martín, un husmeador callado, viejo camarada de la primera época.
Se habían separado al terminar de comer (en el mismo bar del que era parroquiano el secretario). Dado que Costa no era precisamente un agente de campo, Martín se adelantó a reconocer el terreno. Mientras tanto, Costa continuó deambulando por las callejuelas hasta que llegó al lugar acordado. El parquecito donde aparcaron el coche estaba a la entrada del pueblo. La apacible espera ('espiar es esperar' era una afirmación probada) iba dejando paso a una creciente impaciencia. Por fin apareció Martín, camino abajo desde la casa del abogado, a las afueras del núcleo urbano.
—Roberto, ese tío ha cambiado de planes y, en lugar de acudir a Palacio, ha preferido pegarse un tiro con su escopeta —El impasible husmeador hizo la revelación nada más unírsele dentro del coche—. Me he quemado al quitarle la toalla del careto; ha debido utilizarla como silenciador.
Costa permaneció en silencio como si no hubiera oído nada, concentrado en enrollar los planos y en acomodar el resto de artilugios que llevaban encima. Cuando terminó, miró a su alrededor. Ya no había niñas jugando en el parque. Las sombras habían cubierto la sierra por completo. Con un gesto le indicó a Martín que arrancase.

sábado, 28 de mayo de 2011

El ciudadano de bien



El ciudadano de bien se crió en el seno de una familia trabajadora, estudió y sacó buenas notas, disfrutó de largos veranos, más de una chica le embrujó, alguna le hirió, él hizo lo propio, desarrolló el gusto por la música, el cine, la literatura, la pintura, conoció otros lugares, se tituló en la universidad, comenzó a trabajar esperando aprender un oficio antes que recibir un sueldo, cuando el sueldo llegó se casó con su novia, se hipotecaron, tuvieron hijos, perdió el trabajo, más tarde lo recuperó. El ciudadano de bien se sumó a otros ciudadanos que, como él, estaban descontentos con el presente y preocupados por el futuro. Una porra con membrete le hizo comprender que un ciudadano de bien no se distingue especialmente de cualquier otro tipo de res.

domingo, 15 de mayo de 2011

La Institución (II)

Aunque parte de los datos recabados por los husmeadores podían ahora consultarse por ordenador -de lo cual, Hector presumía con satisfacción-, la documentación seguía consistiendo en un montón de escombros recogidos al azar. Tras unas horas persiguiendo a los informáticos para que resolviesen el problema de los permisos y la codificación, y después de un sesudo trabajo de restauración bibliográfica consistente principalmente en reordenar el 'expediente' por orden cronológico, Costa dispuso de un cierto conocimiento del personaje y sus hechos:
Marcelino Sánchez Almeida. Alcalde de Alvilla y diputado provincial con cartera (Desarrollo Local) desde 2003. Reelegido en dos ocasiones. Autoproclamado candidato a las próximas elecciones del presente año. Hace cuatro meses, su partido -el mismo que gobierna esta apartada región- le comunica que no cuenta con él para una nueva legislatura. Razón: no consta en el expediente. "Se les rompió el amor, Costa... ¿Qué más da?", en palabras de Hector. La recopilación de recientes noticias publicadas en prensa, sobre su abandono del partido y la formación de uno nuevo para concurrir a las municipales, se acompaña de un mal redactado y no consignado informe con los últimos movimientos y contactos.

Lo que no decían los archivos es que, diez años atrás, Costa se cruzó en el camino del político. El jefe de servicio de entonces, al parecer amigo de Almeida, les puso en contacto. Al sureste de la región la Consejería celebraba unas jornadas profesionales. Nada más subirse al coche, Almeida, que iba a participar en una de las mesas redondas, agredeció a su acompañante que pudiera llevarle hasta aquel antiguo reducto templario. Si el trayecto de ida sirvió para hablar de si mismo -no cabía duda de que se concedía una buena nota como católico actívamente practicante-, la vuelta la invirtió en interesarse por las aptitudes espirituales del conductor. A esas alturas Costa no estaba para sostener discusiones teológicas, de modo que le devolvió una serie telegrafiada de sinceras dudas existenciales junto con la promesa de buscar respuestas, mientras se disponía a adelantar a un camión en mitad de una tupida niebla. En ese momento, Almeida dijo que la Fe era eso mismo; "cambiar al otro carril aunque no se vea nada, confiando en que no nos topemos con ningún obstáculo".

Hector se sorprendió cuando Costa le pidió retirar personalmente al sujeto en cuestión, accediendo con algo de escepticismo. La tarea le llevó mucho menos tiempo de lo que duró aquel viaje al sureste. Del lustroso escritorio castellano de Alcaldía, recogía las pruebas de los pecados que le proporcionaban a Almeida el objeto de su diaria flagelación nocturna. Sólo un resquicio de luz eléctrica se filtraba por la cortina aterciopelada que cubría la puerta balconera. De espaldas a la acción, Almeida permanecía recostado en el sillón como escrutando esa misma ranura luminosa.

Antes de salir, escuchó la pregunta. -¿Qué pasó con tu búsqueda, Roberto?.

-Se la tragó la niebla-. Y se marchó.

domingo, 1 de mayo de 2011

Madre

En las lineas de abajo se reproduce el monólogo de una película que no sé si has visto: "Roma" (2004), dirigida por el argentino Adolfo Aristarain. En el guión interviene Mario Camus. Si no la has visto te diré que el título es el nombre de la madre del protagonista. Tal y como le aconsejó su padre cuando era pequeño, aunque unos 50 años después, se acerca a la orilla de un rio cualquiera para gritarle toda la bronca, la tristeza, el mal que lleva dentro y se los lleve la corriente:

No tengo nada para echar al río...
Ahora que puedo hablar...
No tengo nada...
La tristeza...
pero ya es una parte mía.
No tengo otra cosa...
Tanta vida y tan poco.
Sólo me queda tu recuerdo, mamá.
Tan convencida de que valía para algo.
¡Cómo me protegiste y me enseñaste!
¡Cómo me quisiste!
No hay otra cosa en mi vida...
que valga la pena recordar.

domingo, 17 de abril de 2011

La Institución

Hacía tiempo que a Roberto Costa le silbaban las balas. La que finalmente le alcanzó llegó en forma de notificación por duplicado, envuelta en un sobre caqui. Dos semanas después, se extinguía oficialmente una relación laboral que él consideraba como un onírico paréntesis en su huída, de modo que aquello lo asumió como la consecuencia punitiva de una especie de justicia divina.


Transcurridos unos meses de frustradas tentativas conducentes a recuperar su malograda vida civil, recibió la llamada de un viejo camarada de La Institución. Hector Aguirre había sido su valedor durante los años que trabajó para aquel organismo que operaba oculto en los entresijos de la administración pública. La conversación duró sólo unos segundos, los suficientes para que Aguirre le invitase a consultar una determinada página web y, de paso, para que Costa comprobase que su antiguo jefe continuaba abusando de los dobles sentidos, cuya gracia sólo ellos dos parecían compartir (tal vez esa era la única razón de un aprecio recíproco que, por otro lado, ambos siempre se cuidaron de no manifestar abiertamente).


Así fue como Costa regresó, vencido, a las actividades que hacía más de cinco años juró dejar para siempre (al fín y al cabo, no era más que otra promesa incumplida). El nuevo edificio mantenía una buena parte del personal con el que coincidió en la etapa anterior. El resto, en su mayoría, lo conocía de oídas e incluso algunos habían asistido a sus extravagantes cursos de formación. Por tanto, no era de extrañar que se comentase con apetecibles dosis de morbo que alguien de la experiencia de Costa ocupara ahora una mesa al fondo del sótano, tras metros y metros de archivos compactos. Sin embargo, el aludido en cuestión parecía más que conforme con su recién degradada condición, varias plantas por debajo de Aguirre y en el extremo opuesto a las dependencias imperiales. Algunos de aquellos jóvenes que ahora murmuraban por los pasillos seguramente también pusieron cara de póquer, en su día, al escuchar la cita cinematográfica que Costa repetía en sus ponencias: "cuanto más cerca estás del César mayor es el temor".

domingo, 10 de abril de 2011

Actuaciones asistemáticas





Nuestro acostumbrado orden visible no es el único: coexiste con otros órdenes. Los cuentos de hadas, de duendes, de ogros, eran un intento humano de aceptar esta coexistencia (…) Los niños la sienten intuitivamente, porque tienen el hábito de esconderse tras las cosas. Allí descubren los intersticios entre los diferentes ámbitos de lo visible.


John Berger

En un nivel aún muy abstracto, para tratar de justificar el porqué de la cita del comienzo, podríamos decir que las actuaciones asistemáticas son esos intersticios que cohabitan con las cosas (o actuaciones sistemáticas). El límite incierto de lo asistemático, al igual que el orden no visible o la imaginación, pese a su controvertida condición por su difícil aprehensión, procura un notable potencial de resolución en lo singular, lo diferente, lo pequeño. Como ya sabemos, en la ciudad no todo es predecible; tampoco la forma de practicarla siempre sigue la senda de lo planificado. En este contexto, la actuación asistemática se convierte en una alternativa útil o, dicho de otro modo, realista. Otro símil algo más prosaico, es identificar lo asistemático con los ripios de un muro de mampostería, siendo el mampuesto lo sistemático. Ello nos traslada al carácter más o menos estructural de un concepto frente al otro. Así, lo asistemático no es global, no es integral, no atiende al todo, sino a las partes. Entre lo consolidado y lo no consolidado, se mueve en un grado intermedio, sutil; una suerte de operaciones aisladas encaminadas a mantener y completar un tejido sustancialmente reconocible de por sí. En paralelo con el tratamiento que la doctrina urbanística ha desarrollado al respecto y con la pretensión de acotar el objeto de este texto al margen de las variaciones terminológicas que pudiéramos encontrarnos, entenderemos por actuaciones asistemáticas aquellas formas de ejecución de urbanización distintas ―y en algunos complementarias― de los sistemas convencionales previstos en el régimen de actuaciones urbanizadoras, también denominadas actuaciones sistemáticas. Mientras que las actuaciones sistemáticas precisan de la previa delimitación ―establecida normalmente por el planeamiento general― de una unidad de actuación urbanizadora[1], en las actuaciones asistemáticas dicho ámbito indicativo no es una condición sine qua non[2]. Dado su carácter intersticial (opera en los vacíos o en las anomalías del tejido consolidado existente), la actuación asistemática suele darse sólo en el suelo urbano[3]. La actuación sistemática es el desarrollo o la renovación urbana, la actuación integrada, la ejecución equidistributiva de un área de reparto. La actuación asistemática es la intervención puntual, la creación, mejora o ampliación de un suelo dotacional o de un elemento de infraestructura urbana, la transferencia de aprovechamiento o la compensación monetaria sustitutiva en una actuación edificatoria.

[1] También denominadas ‘polígono’ (RG 1978), ‘unidad de ejecución’ (TRLS 1992) o ‘actuaciones de urbanización’ (TRLS 2008). La Disposición Preliminar de la LESOTEX 15/2001, define la Unidad de Actuación Urbanizadora como aquella “superficie de terreno delimitada para la ejecución de la urbanización prevista por los instrumentos de la ordenación territorial y urbanística y comprensiva de una actuación conjunta que dé como resultado dos o más solares conforme a una única programación”.

[2] No obstante, los ámbitos físicos a ejecutar mediante obras públicas ordinarias podemos delimitarlos en ‘unidades de actuación’ (que no deberemos confundir con las referidas unidades de actuación urbanizadora sometidas a actuación sistemática). En el caso de Extremadura, además de lo anterior y de acuerdo con su reglamento de planeamiento (RPLANEX), servirán de soporte a las diversas formas de ejecución asistemática, las unidades de actuación discontinuas del suelo urbano no consolidado delimitadas de este modo para la efectiva obtención gratuita de los suelos dotacionales que han de acompañar al incremento de edificabilidad atribuido sobre el existente (arts. 4.2.a, 27.3, 34 y 39 RPLANEX).

[3] En el caso de las obras públicas ordinarias, la recientemente modificación de la LESOTEX (MLESOTEX 9/2010), prevé expresamente también su aplicación en el suelo urbanizable de los municipios menores de 2.000 habitantes siempre que la superficie total de la actuación no supere los 5.000 m2. Igualmente los sistemas generales (Apdo. 12 de la Disp. Preliminar LESOTEX), ya estén en suelo urbano y urbanizable y siempre que no estén incluidos en unidades de actuación urbanizadora continuas o sectores, se ejecutan como obras públicas ordinarias (art. 141.2 LESOTEX). Así mismo, si el suelo destinado a dichos sistemas generales no está adscrito o incluido a sector o unidad de actuación urbanizadora algunos, se obtendrá asistemáticamente (ocupación directa, reserva o transferencia de aprovechamiento,…)

domingo, 27 de marzo de 2011

Zaitsev en Old Tratford




El 23 de abril de 2003 dos equipos legendarios jugaban el partido de vuelta de cuartos de final de la Champions League. Esa noche, de todo lo ocurrido en Old Tratford, destacó un jugador del Real Madrid que lucía en su espalda el número once, coronado por un nombre: Ronaldo. Ahora que han pasado los años, y con el anuncio aún reciente de su retirada, no puedo evitar recordar aquel encuentro en el que los blancos (en esa ocasión vistiendo de negro) se enfrentaron al Manchester United y en el que intervinieron otros personajes inolvidables como Casillas, Zidane, Figo, Van Nistelrooy, Beckham, Giggs.... (aquí puede verse un resumen) Los tres goles del delantero brasileño me hicieron escribir lo siguiente bajo el seudónimo que por entonces utilizaba.

Esperaba muchísimo más de 'Enemigo a las puertas' (J. Annaud. 2001). Como me ocurre con demasiada frecuencia, me deshice del conjunto y me quedé con unos cuantos detalles que anoche curiosamente me asaltaron de forma instantánea.

Acababa de asistir a uno de los espectáculos dramáticos más intensos que he experimentado nunca. Como tantas veces se ha planteado en la ficción, dos gigantes se enfrentaban, como dice el tópico, “a pecho descubierto”. Si alguna vez John Ford se hubiera propuesto recrear el fútbol en el celuloide, el partido de ayer encajaría perfectamente en su intención. Rivales de toda una vida (y todo un siglo), iconos de la Historia desde el ”blanco y negro”, se disputan en una nueva ocasión la gloria de representar todo lo que de sublime reside aún tras gruesas capas de mezquindad y catenaccio.

En un escenario equiparable en su simbolismo al fordiano Monument Valley, el enemigo es aplaudido mientras todo el estadio entona catárticos himnos en la derrota. ¡Dios mío! ¿cuántas veces se ha visto algo igual? (nuevamente me invade uno de esos posos de películas fallidas: el carnicero que llora la muerte del sacerdote en 'Gangs of New York').


De entre el panegírico de héroes y mitos que se están batiendo, sólo uno de ellos es el que trae a mi recuerdo la figura de Zaitsev ¿adivinen quien?. Zaitsev, ese miliciano de nombre Vassili, aparece en escena, rodeado por los asaltantes de Stalingrado. Ni él ni sus compañeros parecen tener escapatoria posible. De pronto, Vassili abandona su parapeto y lanza un disparo que acierta de lleno en el blanco antes incluso de que los demás puedan advertir lo sucedido ¡Suena el primer Gong!. Cuando el cadáver aún no ha dado con sus huesos en el suelo y los soldados alemanes dirigen sus aterrados ojos en todas direcciones, un segundo impacto letal provoca un nuevo ¡gong! mientras Zaitsev, por tercera vez resurge de la nebulosa y con la última campanada despeja el terreno. Un tiro. Un gol. Y es el último.

25/04/2003. Scott B.

domingo, 20 de marzo de 2011

En la laguna verde

En aquella época aun permitían las acampadas. El lugar elegido era una pequeña explanada a orillas de la Laguna Verde. Para llegar hasta allí, la ruidosa expedición debía bajarse del autobús unos kilómetros antes y ascender por un sendero que enseguida se difuminaba para dar paso a una sucesión de rocas, barrancos y neveros. Los conducía Lorenzo, una especie de serpa castellano de edad indeterminada y aura sacra. El otro adulto de la expedición, Quini, era un ex-legionario bajito y fortachón que contrarrestaba de sobra el laconismo de Lorenzo. Otros dos o tres chicos más asumían gustosamente el papel de monitores. El resto era una especie de rehala preadolescente, muchos de cuyos integrantes podrían ser calificados por sus tutores de conflictivos cuando no de prometedores miembros del hampa. Alfredo no era precisamente de los más destacados en esas provechosas cualidades y bien podría haber pasado desapercibido si no fuera porque lucía una improcedente gorra de marinero. Durante aquellos días Alfredo se apuntó a todas las marchas voluntarias y ello por varias razones. No sólo era la posibilidad de acercarse a las cabras montesas; bañarse en las gargantas; coronar picos de nombres aprendidos en el colegio diocesano; admirar el ruinoso refugio real. La comida era mejor que la del campamento. Esquivada la olla castrense de Quini, podía disfrutar del chocolate almendrado, las latas de mejillones y, en menor medida, la leche condensada. Además, cuando Lorenzo se despistaba un poco, junto con otros inconscientes, aprovechaba para dejarse caer por los neveros, emulando a imaginarios montañeros accidentados.

Al regresar de una de aquellas largas excursiones, la hoguera que iluminaba cada noche las festivas reuniones del campamento le mostró los brillantes ojos negros de la chica sin nombre. Sin duda, era mayor que él. Los días posteriores no dejó de observarla y pudo comprobar que no era de las que se sentaba alegremente en las rodillas de los galanes oficiales, hecho éste que denunciaban un par de amigos suyos conocidos por su instinto depredador. Extinguidas ya las ranas con las que se entretenían cuando no salían de marcha, una ociosa mañana se les ocurrió seguir a aquella chica. La vieron alejarse hacia las rocas, con un rollo de papel higiénico en la mano. Gracias a unas dotes cultivadas durante toda una infancia pendenciera, consiguieron ocultarse a pocos metros del sitio en el que ella se disponía a hacer sus necesidades. Alfredo pudo escuchar el sigiloso júbilo de sus compañeros. Y en ese momento, justo cuando el pantalón desabrochado dejaba asomar lo que contenía, cierta idea insoportable le hizo salir de su escondite. Estuvo a punto de caerse después de tropezarse, hasta en dos ocasiones, antes de alcanzar el campamento. Esa noche no apartó la mirada del fuego.

domingo, 13 de marzo de 2011

Futilidad romántica




Querido Maestro:

He vuelto a ver aquella película titulada 'cazador blanco, corazón negro'. Ignoro cuál es el significado que el novelista Peter Viertel quiso darle a esa expresión antagónica. Hasta esta última ocasión siempre pensé en que aquello estaba ligado a la tendencia autodestructiva que le imputaban a Wilson (personaje que se supone encarna al propio John Huston durante el rodaje de 'la reina de África') Sin embargo, a diferencia de otros grandes aludidos en su cinta como el Capitán Ahab o Lawrence de Arabia, usted muestra una vitalidad desaforada dirigiendo aparentemente sus energías al lado más ¿frívolo? que nos ofrece este mundo en permanente saldo.

- Para escribir una película, olvida que irán a verla.
- Conseguirás que nadie vaya a ver ésta.
- Puede que sí. Pero hay dos modos de vivir en este mundo. Uno es besando culos, escribiendo finales felices, firmando contratos largos, no arriesgándose nunca, no volando, no saliendo de Hollywood y ahorrando dinero hasta el último céntimo. Y cuando eres un cincuentón apuesto, te mueres de un infarto porque tu parte salvaje se ha comido los músculos de tu corazón. El otro modo de vivir es dejando que las cosas ocurran. Negándote a firmar contratos, peleando con el que puede degollarte y halagando al que pende del hilo que sostienes.


Cuando el purasangre se detiene, o cae casi reventado, no muestra la presencia amenazante de las tinieblas; no le vemos atormentado (puede que lo esté, no digo que no, pero su propio código de honor descarta cualquier posibilidad de bajar los brazos) Más bien, se ríe de su condición mortal y acepta la ayuda de su amigo.

- ¿Sabes, chico? Tú y yo acabaremos juntos, cuando seamos viejos. Viviremos en una cabaña de la Sierra buscando oro. Con un par de mulas. Sentándonos de noche ante la hoguera. Contándonos mentiras sobre las cosas que hemos hecho. Nuestras luchas, los libros que has escrito, las películas que he hecho.

Y este punto, el de la amistad, lo encuentro deliciosamente tratado ¿no es la amistad puro afecto desinteresado? A usted nadie puede seguirle, ni siquiera Kivu y, mucho menos, Pete. El primero, de un negro inmaculado, anda muy por delante de Wilson, con los pies descalzos en esa sabana poblada por dioses extenuados. El segundo, a pesar de entenderle, aún no ha vivido lo suficiente.


- ¿Qué pasa, chico? Adelante, vomítalo. Refunfuñas como una anciana a la que han sacado de la cama.
- O estás loco o eres el hijo de puta más egoísta e irresponsable que he conocido jamás. Tu inconsciencia echará a perder la película. ¿Y para qué? Para cometer un crimen. Para matar a una de las criaturas más raras y nobles que vagan por este miserable planeta. Y con tal de cometer ese crimen, estás dispuesto a olvidarlo todo y dejar que el proyecto se malogre.
- Te equivocas, chico. Matar a un elefante no es un delito. Es mucho más que eso. Es un pecado matar a un elefante ¿Entendido? Es un pecado. Es el único pecado que puedes cometer comprando una licencia. Por eso quiero hacerlo más que ninguna otra cosa ¿Me comprendes? Por supuesto que no. Es imposible. No me comprendo ni yo mismo.
- Entonces, si no me necesitas, mañana cogeré el avión hacia Londres.
- Hazlo. Nunca he querido entrometerme en algo que un amigo quisiera hacer.

Pete es algo así como Starbuck, el segundo de Ahab. Es la conciencia pragmática. Su miedo, siempre alerta, predice los acontecimientos. Pero, junto a la belleza que contempla se encuentra la fuerza insultante, la malicia inescrutable, que atrae a Wilson.

[Elefantes]
Jamás había visto ninguno, fuera del circo o del zoo. Son majestuosos, indestructibles. Forman parte de la tierra. Nos hacen sentir como seres perversos de otro planeta. Sin ninguna dignidad. Nos hacen creer en Dios. En el milagro de la creación. Son fantásticos. Forman parte de un mundo que ya no existe. Vienen de un tiempo inalcanzable.

También Wilson representa un mundo que de existir no es ya fácilmente reconocible.

- Esa palabra ya ha surgido en la conversación varias veces, ¿verdad?
- ¿A qué palabra se refiere?
- A Hollywood. Sé que es el nombre de un lugar, pero Ud. le da otro significado. Como un insulto.
- No era mi intención.
- No me contradiga, Ralph. Ya he oído eso antes. En el ejército, en Nueva York, en el teatro. Lo he oído en todas partes. La gente nombra a Hollywood cuando quiere insultarte. Desde luego, Hollywood es un lugar para hacer negocios. Es una ciudad industrial, como Detroit, Birmingham o Schaffhausen. Al ser tan conocida la cara chabacana de la ciudad se convierte en un insulto recordarle a uno que es de allí. No se habla de los que trabajan en ella e intentan hacer algo positivo. Se habla de las putas al nombrar a Hollywood. Sabe qué significa esa palabra, ¿verdad, Ralph?
- Claro.
- Claro. Las putas tienen que vender lo único que no debería estar en venta. Que es el amor. Aunque hay otras putas distintas a las furcias que Ud. frecuenta. Hay putas que venden palabras, ideas, melodías. Sé lo que digo, porque en mis tiempos también puteé un poco. Mucho más de lo que quisiera reconocer. Y lo que vendí cuando puteé, nunca lo recuperaré. Lo que intento decir es que las putas dan mala fama a Hollywood.

Y es que en esta locura de empresa Wilson está sólo: como debe ser. Lo único que puede evitar lo inevitable es que ocurra.

Escúchame bien, mercader de alfombras balcánicas. Mi papel de cazador blanco es sólo asunto mío. No tiene nada que ver contigo. Es un tema tabú. Igual que la vida sexual de mi madre. Es algo que te abstendrás de comentar, e incluso de pensar. Es un tema demasiado elevado para que un cerebro tan pequeño lo entienda. Es una pasión que te sobrepasa. Tendría que explicarte el sonido del viento y el olor del bosque. Tendría que crearte de nuevo y borrar de ti esos años en que has pisado el sucio asfalto con zapatos apretados.

A ese sucio asfalto nos devuelve el desenlace; ningún final es apropiado. Esto continúa, por un camino incierto, hacia un destino que sólo se insinúa. Mientras se pone el sol, ahora pienso que en el transcurso usted ha sembrado algo fascinante. Y, por supuesto, sigo sin saber qué.

- ¿Qué dicen los tambores?
- Explican a todos lo que ha pasado. La mala noticia. Siempre empieza con estas palabras.
- ¿Cuáles?
- Cazador blanco. Corazón negro… Cazador blanco. Corazón negro.



domingo, 6 de marzo de 2011

Zhivago



Justo cuando acaban los títulos de crédito apaga el televisor. Es muy tarde pero casi no tiene fuerzas para levantarse e irse a la cama. Tampoco es capaz de evitar que unas cálidas lágrimas sigan deslizándose lentamente hasta el cuello de su camisa. Es muy probable que ese irreprimible sollozo comenzase treinta años atrás, durante unas navidades. Hasta entonces, su mente infantil había conformado un miedo abstracto a la muerte, a la pérdida, a la nada. Recuerda las noches de verano en su habitación, con las sábanas hasta el cuello pese al calor, sin dar nunca la espalda a la puerta, mientras aquellos pensamientos se dirigían a su estómago transformándose en una gavilla de nudos que le dejaba desfondado. Sin embargo, esa primera vez que se topó con el ‘Doctor Zhivago’ no hubo reflexiones más o menos metafísicas sino un formidable asalto perceptivo. Sentado en el suelo enmoquetado del salón contempló los húmedos ojos color avellana de Omar Sharif (ahora diría que no hay en la película un solo primer plano en el que su mirada no esté enjugada por un llanto latente) y le oyó gritar “¡Tonya!, ¡Tonya!”, persiguiendo inútilmente huidizos fantasmas por un desierto de nieve. El rostro de Lara le mostró lo dolorosa que puede ser la belleza. La música de Jarre se coló para siempre en lo más profundo de una memoria aún virgen. Desde entonces, como le ocurría a Sasha cuando le hablaban de su padre, no hubo consuelo ¿Por qué tanto sufrimiento? ¿Por qué tanta injusticia? ¿Por qué ser feliz es una quimera?... Bueno, a pesar de todo, sea o no un consuelo ese niño ha ido comprobando a lo largo de esos treinta años que este mundo encierra algo que merece ser vivido (y eso tal vez esté en nosotros, piensa aunque sin demasiada convicción). En el cuerpo enfermo y desnudo de la madre de Lara a él también le parece encontrar un destello. Incluso hacinado en un sucio vagón para el ganado puedes descubrir una ranura por la que contemplar la luna reflejada en los campos. Como un testigo mudo, la balalaica ha perdido su estridente pintura pero conserva las cuerdas intactas. Por fin se levanta. Se asoma al dormitorio de los niños: no hay luna que iguale esa visión. Ya en la cama, busca a su lado el calor que él no sabe retener, un calor tan generoso como el sol que dentro de unas horas saldrá haga lo que él haga o, lo que es lo mismo, sin merecerlo. Desde Varykino, el aullido de unos lobos asustados precede al sueño agitado de cada noche.


domingo, 13 de febrero de 2011

Apunte del natural

Esa tarde llego especialmente temprano al estudio. Recojo el bloc, un rotulador de punta fina y vuelvo a salir. Los pocos comercios supervivientes aún no han abierto. Las calles permanecen en un estado de muerte dulce, adormecidas por un agradable sol de invierno. No he avanzado más que unos metros cuando me detengo a contemplar un elaborado diseño de joyería moderna. Se encuentra en la planta baja de un fracasado edificio de los ’70 tan fallido como el vecino que me cobija. La diferencia fundamental entre uno y otro es que mientras que el primero se presenta como el cadáver de un desfasado rockero al que algún antiguo colega ha decidido honrar calzándole unas lustrosas botas Sissei, el segundo mantiene a duras penas las constantes vitales pero con signos evidentes de gravedad extrema.
Más allá del cruce con Roso de Luna paso junto a una mujer que observa con aire de impaciencia el interior de un edificio administrativo a través de las rejas de una ventana. Se trata de la sede del servicio fiscal. Ella parece ignorar mi presencia, y yo continúo adelante arrastrando una cojera que dura ya varias semanas. En ese momento no puedo evitar pensar en lo bien que encajo en la atmósfera sempiterna de la ciudad vieja. A continuación echo una mirada al flamante Centro de Artes Visuales y no encuentro indicios de actividad alguna. En cambio, unos números más arriba, el pequeño ultramarinos del otro lado de la calle, con su única estancia abovedada, está abierto de par en par aunque no se ve ni a la tendera ni a nadie.
Le llega el turno a La Soledad, donde reparo en una casa que visité hace años y cuyas fachadas aparecen ahora higiénicamente rehabilitadas. La casa da frente a la placita que, junto a la contigua plaza de Santa Clara, acaba de ser remodelada con cargo al plan estatal de empleo. Ya en Santa Clara me fijo en el inmueble de Torremochada, una y mil veces puesto a la venta y que ahora ha cambiado el cartel anunciador por una obra de reforma integral. Atravieso la Puerta de Mérida y subo la pendiente de la calle Ancha. Por fin doy con un foco de actividad reconocible. Contenedores de escombros y operarios que entran y salen. Compruebo que efectivamente el Parador Nacional está a punto de concluir sus obras.
En San Mateo lucen las cinco estrellas del hotel recién estrenado y, más allá, se alza el objetivo de mi improvisada excursión. Un tipo alto y trajeado bosteza al verme. Yo prosigo hasta Los Condes, doy media vuelta y continúo hasta la Casa del Sol. Decido que la mejor ubicación es la esquina de la escuela de bellas artes. El tipo trajeado sigue allí, deambulando aburrido. Yo trato de concentrarme y empiezo a encajar las vistas. No tardo en darme cuenta de que me falta práctica. Sin que me abandone una sensación a medio camino entre el miedo y la pereza por los pequeños detalles el dibujo va tomando forma, una forma que no se corresponde con la realidad. La torre surge desproporcionadamente chata, los planos de luz se sumen en una penumbra enmarañada.
Durante ese precario proceso comienzo a notar la presencia de más gente y oigo conversaciones que, sin embargo, se mantienen en el segundo plano de mi consciencia. El tipo aburrido conversa con otros y, con gesto de conserje, abre la puerta de un coche para recibir a un grupo que ha terminado de disfrutar de la lujosa cocina del hotel. A la vez que se marchan, y al tiempo que empiezo a lamentar el resultado plasmado en el papel, se me acerca Vicente. Llevaba un rato frente a mí, en el poyo de la iglesia, fumando sus cigarrillos liados. Me pide muy educadamente -casi en actitud novelesca- que le muestre el dibujo. Accedo de mala gana y cuando él comienza a hablar de no sé qué estudio de la composición y a interesarse por el contenido del bloc, le pregunto por su saxofón (hace un tiempo lo veía tocando incesantemente en Cánovas o en San Pedro). Me excuso burdamente y me despido.
Suenan cinco campanadas en San Mateo. La escuela está abriendo. Yo me alejo. De regreso al estudio, pienso en que no he visto cigüeñas en los tejados. Tampoco he escuchado los graznidos del pavo real tras los muros del jardín de la Torre de Sande. Al pasar de nuevo por el Centro de Artes Visuales veo la puerta ahora abierta, mostrando un panel de letras refulgentes. Soy un poblador de la parte antigua, una de esas vagas presencias que los aires de revitalización devolverán al crepúsculo. Hasta entonces me bato en retirada, cojeando, con un bloc amarillento bajo el brazo. Me siento frente al ordenador. Un golpe de clic basta para cambiar el rol. En un instante soy un diseñador de hoy. El software es el instrumento que me permite darle a la torre la esbeltez que mi mano no supo. Esa es mi contribución.

domingo, 6 de febrero de 2011

Soldados de Salamina




“La escena es ésta:

En algún momento de la segunda noche que pasaron los cuatro juntos en el granero, a Angelats lo despertó un ruido. Se incorporó sobresaltado y vio a Joaquim Figueras durmiendo plácidamente junto a él, entre la paja y las mantas; Pere y Sánchez Mazas no estaban. Ya iba a levantarse (o quizás a llamar a Joaquim, que era menos cobarde o más decidido que él) cuando oyó sus voces y comprendió que eso era lo que le había despertado; eran apenas un susurro, pero le llegaban nítidas en el silencio perfecto del granero, al otro lado del cual, casi a ras de suelo y junto a la puerta entrecerrada, Angelats distinguió las brasas de dos cigarrillos ardiendo en la oscuridad. Se dijo que Pere y Sánchez Mazas se habían alejado del lecho de paja donde dormían los cuatro para fumar sin peligro, preguntándose qué hora sería e imaginando que Pere y Sánchez Mazas llevaban ya mucho rato despiertos y hablando volvió a acostarse, trató de conciliar de nuevo el sueño. No lo consiguió. Desvelado, se aferró al hilo de la conversación de los dos insomnes: al principio lo hizo sin interés, sólo para entretener la espera, pues entendía las palabras que estaba oyendo, pero no su sentido ni su intención; luego la cosa cambió. Angelats oyó la voz de Sánchez Mazas, pausada y profunda, un poco ronca, relatando los días del Collell, las horas, los minutos, los segundos asombrosos que precedieron y siguieron a su fusilamiento; Angelats conocía el episodio porque Sánchez Mazas les había hablado de él la primera mañana en que estuvieron juntos, pero ahora, quizá porque la oscuridad impenetrable del granero y la elección tan cuidadosa de las palabras otorgaban a los hechos un suplemento de realidad, lo oyó como por vez primera o como si, más que oírlo, lo estuviera reviviendo, expectante y con el corazón encogido, quizás un poco incrédulo, porque también por vez primera -Sánchez Mazas había eludido mencionarlo en su primer relato- vio al miliciano de pie junto a la hoya, entre la lluvia, alto y corpulento y empapado, mirando a Sánchez Mazas con sus ojos grises o quizás verdosos bajo el arco doble de las cejas, las mejillas chupadas y los pómulos salientes, recortado contra el verde oscuro de los pinos y el azul oscuro de las nubes, jadeando un poco, las manos grandes aferradas al fusil terciado y el uniforme de campaña profuso de hebillas y raído de intemperie. Era muy joven, oyó Angelats que decía Sánchez Mazas. De tu edad o quizá más joven, aunque tenía una expresión y unos rasgos de adulto. Por un momento, mientras me miraba, creí que sabía quién era; ahora estoy seguro de saberlo. Hubo un silencio, como si Sánchez Mazas aguardara la pregunta de Pere, que no llegó; Angelats divisaba al fondo del granero el brillo de las dos brasas, uno de los cuales se hizo momentáneamente más intenso y alumbró el rostro de Pere con un tenue resplandor rojizo. No era un carabinero ni desde luego un agente del SIM, prosiguió Sánchez Mazas. De haberlo sido, yo no estaría aquí. No: era un simple soldado. Como tú. O como tu hermano. Uno de los que nos vigilaban cuando salíamos a pasear al jardín. Enseguida me fijé en él, y yo creo que él también se fijó en mí, o por lo menos eso es lo que se me ocurre ahora, porque en realidad nunca intercambiamos una sola palabra. Pero me fijé en él, como todos mis compañeros, porque mientras nosotros paseábamos por el jardín él siempre estaba sentado en un banco y tarareando algo, canciones de moda y cosas así, y una tarde se levantó del banco y se puso a cantar Suspiros de España. ¿Lo has oído alguna vez? Claro, dijo Pere. Es el pasodoble favorito de Liliana, dijo Sánchez Mazas. A mí me parece muy triste, pero a ella se le van los pies en cuanto oye cuatro notas. Lo hemos bailado tantas veces... Angelats vio que la brasa del cigarrillo de Sánchez Mazas enrojecía y se apagaba bruscamente, y luego oyó que su voz ronca y casi irónica se levantaba en un susurro y reconoció en el silencio de la noche la melodía y la letra del pasodoble, que le dieron unas ganas enormes de llorar porque le parecieron de golpe la letra y la música más tristes del mundo, y también un espejo desolador de su juventud malograda y del futuro de lástima que le aguardaba: «Quiso Dios, con su poder, / fundir cuatro rayitos de sol / y hacer con ellos una mujer, / y al cumplir su voluntad / en un jardín de España nací / como la flor en el rosal. / Tierra gloriosa de mi querer, / tierra bendita de perfume y pasión, / España, en toda flor a tus pies / suspira un corazón. / Ay de mi pena mortal, / porque me alejo, España, de ti, / porque me arrancan de mi rosal». Sánchez Mazas dejó de canturrear. ¿Te la sabes entera?, preguntó Pere. ¿El qué?, preguntó Sánchez Mazas. La canción, contestó Pere. Más o menos, contestó Sánchez Mazas. Hubo otro silencio. Bueno, dijo Pere. Y qué pasó con el soldado. Nada, dijo Sánchez Mazas. Que en vez de quedarse sentado en el banco, tarareando por lo bajo como siempre, aquella tarde se puso a cantar Suspiros de España en voz alta, y sonriendo y como dejándose arrastrar por una fuerza invisible se levantó y empezó a bailar por el jardín con los ojos cerrados, abrazando el fusil como si fuera una mujer, de la misma forma y con la misma delicadeza, y yo y mis compañeros y los demás soldados que nos vigilaban y hasta los carabineros nos quedamos mirándolo, tristes o atónitos o burlones pero todos en silencio mientras él arrastraba sus fuertes botas militares por la gravilla sembrada de colillas y de restos de comida igual que si fueran zapatos de bailarín por una pista impoluta, y entonces, antes de que acabara de bailar la canción, alguien dijo su nombre y lo insultó afectuosamente y entonces fue como si se rompiera el hechizo, muchos se echaron a reír o sonrieron, nos echamos a reír, prisioneros y vigilantes, todos, creo que era la primera vez que me reía en mucho tiempo. Sánchez Mazas se calló. Angelats sintió que Joaquim se revolvía a su lado, y se preguntó si él también estaría escuchando, pero su respiración áspera y regular le hizo descartar enseguida la idea. ¿Eso fue todo?, preguntó Pere. Eso fue todo, contestó Sánchez Mazas. ¿Estás seguro de que era él?, preguntó Pere. Sí, contestó Sánchez Mazas. Creo que sí. ¿Cómo se llamaba?, preguntó Pere. Dijiste que alguien pronunció su nombre. No lo sé, contestó Sánchez Mazas. Quizá no lo oí. O lo oí y lo olvidé enseguida. Pero era él. Me pregunto por qué no me delató, por qué me dejó escapar. Me lo he preguntado muchas veces. Volvieron a callar, y Angelats sintió esta vez que el silencio era más sólido y más largo, y pensó que la conversación había concluido. Me estuvo mirando un momento desde el borde de la hoya, continuó Sánchez Mazas. Me miraba de una forma rara, nunca nadie me ha mirado así, como si me conociera desde hacía mucho tiempo pero en aquel momento fuera incapaz de identificarme y se esforzara por hacerlo, o como el entomólogo que no sabe si tiene delante un ejemplar único y desconocido de insecto, o como quien intenta en vano descifrar en la forma de una nube un secreto invulnerable por fugaz. Pero no: en realidad me miraba de una forma... alegre. ¿Alegre?, preguntó Pere. Sí, dijo Sánchez Mazas. Alegre. No lo entiendo, dijo Pere. Yo tampoco, dijo Sánchez Mazas. En fin, añadió después de otra pausa, no sé. Creo que estoy diciendo tonterías. Debe de ser muy tarde, dijo Pere. Es mejor que intentemos dormir. Sí, dijo Sánchez Mazas. Angelats los sintió levantarse, tumbarse en la paja uno al lado del otro, junto a Joaquim, y los sintió también (o los imaginó) tratando en vano como él de conciliar el sueño, revolviéndose entre las mantas, incapaces de desprenderse de la canción que se les había enredado en el recuerdo y de la imagen de aquel soldado bailándola abrazado a su fusil entre cipreses y prisioneros, en el jardín del Collell”.

Soldados de Salamina. Javier Cercas. Tusquets Editores. Marzo 2001