domingo, 5 de junio de 2011

El acordeonista armenio

Mediodía de un sábado primaveral de 1993. Tomamos unas cañas en la atestada Plaza del Salvador. Aunque llevamos tiempo en Sevilla, seguimos ostentando la condición de forasteros. Sin embargo, ello no impide que disfrutemos, a nuestra manera, de los frutos de esa festiva ciudad. Sentados en la escalinata hablamos poco, presenciando el jolgorio ritual de nuestro alrededor como el público que asiste a una representación ya repetida. La ingesta de cerveza ya ha alcanzado el promedio habitual cuando, de entre aquella masa de cuerpos jóvenes y rostros alegres, comienza a hacerse perceptible un sonido que a buen seguro debía llevar tiempo emitiéndose. Al poco, aparece la mujer de la que brota una melodía que penetra en las entrañas, bajo la línea de flotación del ruido ambiental. Pequeña estatura, pelo lacio muy largo y encanecido, túnica oscura con una especie de ornato oriental en el cuello. La extraña figura se desliza entre la gente mientras canta. Sus manos vacías esbozan tímidos dibujos en el aire, ninguno de los cuales versan sobre limosnas, óbolos ni auxílios semejantes. Aquella ninfa errabunda se va alejando hasta que la perdemos de vista, pero la melodía continúa sonando mucho después.

El poso que dejó la escena descrita despertó el otro día mientras trasteaba en el menú musical de mi querido Max. Yengibarjan añade en este vídeo, además, una sucesión de imágenes que hablan de territorios a poniente del desgarrado telón de acero. Paisajes nevados y ciudades penumbrosas que traen recuerdos que contrastan con lo que ocurre por aquí en esta época del año; contraste que subraya el hecho de que, a pesar de lo transcurrido, uno no sigue siendo más que un extranjero.


2 comentarios:

  1. Una de las mayores recompensas que la musica tiene para mi es el poder compartirla :o)

    Thxs, Carlos, por este post. Me entran ganas de salir corriendo a preparar la siguiente entrada.

    Max

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