domingo, 19 de junio de 2011

La Institución (IV)

La veneciana rota de la ventana arrojaba sobre su rostro diagonales de sombra que no hacían sino resaltar el esplendor azul ártico de unos ojos sin indicio de deshielo. Hablaba de los últimos días que pasó junto a su padre moribundo; cuando la pequeña de la casa se convirtió de pronto en cabeza de familia; días de lucha y esperanza ciega; noches en vela, conduciendo hasta el hospital más cercano; dolor sin paliativos que pudieran ahuyentar la cura imposible y anticipar un final algo más dulce. Al concluir que podría haber hecho algo más, Costa sólo intervino para contradecirla con torpes palabras de ánimo.

Para él, ella representaba esa clase de belleza inquietante. El inmenso mar, las altas cumbres, la lejana tierra sobrevolada; ese tipo de magníficas visiones le provocaban, a su vez, parecidas sensaciones de vértigo y miedo. Bajo la apariencia de chica guapa aficionada a las boutiques, de aquella fatal experiencia surgió una heroina que se haría cargo de las tierras de su padre, subiéndose a un tractor, ayudando en los partos de las reses y levantando su propia casa en el pueblo que la vio nacer; un hogar donde criar a un hijo que cultivaría la memoria del abuelo.

Y tal peripecia sucedería tras varias láminas de cristal blindado en el que Costa, como único espectador, no podría nada más que dejar impreso un efímero vaho que al evaporar borraría toda huella. Pensaba en ello ahora que había transcurrido un siglo, parado frente a una cancela, en una calle de aquel pueblo. Antes de subir al coche que aguardaba con el motor en marcha, se volvió un instante, a contemplar por última vez el edificio de impecables persianas echadas que no dejaban pasar un solo rayo de luz.

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