domingo, 20 de marzo de 2011

En la laguna verde

En aquella época aun permitían las acampadas. El lugar elegido era una pequeña explanada a orillas de la Laguna Verde. Para llegar hasta allí, la ruidosa expedición debía bajarse del autobús unos kilómetros antes y ascender por un sendero que enseguida se difuminaba para dar paso a una sucesión de rocas, barrancos y neveros. Los conducía Lorenzo, una especie de serpa castellano de edad indeterminada y aura sacra. El otro adulto de la expedición, Quini, era un ex-legionario bajito y fortachón que contrarrestaba de sobra el laconismo de Lorenzo. Otros dos o tres chicos más asumían gustosamente el papel de monitores. El resto era una especie de rehala preadolescente, muchos de cuyos integrantes podrían ser calificados por sus tutores de conflictivos cuando no de prometedores miembros del hampa. Alfredo no era precisamente de los más destacados en esas provechosas cualidades y bien podría haber pasado desapercibido si no fuera porque lucía una improcedente gorra de marinero. Durante aquellos días Alfredo se apuntó a todas las marchas voluntarias y ello por varias razones. No sólo era la posibilidad de acercarse a las cabras montesas; bañarse en las gargantas; coronar picos de nombres aprendidos en el colegio diocesano; admirar el ruinoso refugio real. La comida era mejor que la del campamento. Esquivada la olla castrense de Quini, podía disfrutar del chocolate almendrado, las latas de mejillones y, en menor medida, la leche condensada. Además, cuando Lorenzo se despistaba un poco, junto con otros inconscientes, aprovechaba para dejarse caer por los neveros, emulando a imaginarios montañeros accidentados.

Al regresar de una de aquellas largas excursiones, la hoguera que iluminaba cada noche las festivas reuniones del campamento le mostró los brillantes ojos negros de la chica sin nombre. Sin duda, era mayor que él. Los días posteriores no dejó de observarla y pudo comprobar que no era de las que se sentaba alegremente en las rodillas de los galanes oficiales, hecho éste que denunciaban un par de amigos suyos conocidos por su instinto depredador. Extinguidas ya las ranas con las que se entretenían cuando no salían de marcha, una ociosa mañana se les ocurrió seguir a aquella chica. La vieron alejarse hacia las rocas, con un rollo de papel higiénico en la mano. Gracias a unas dotes cultivadas durante toda una infancia pendenciera, consiguieron ocultarse a pocos metros del sitio en el que ella se disponía a hacer sus necesidades. Alfredo pudo escuchar el sigiloso júbilo de sus compañeros. Y en ese momento, justo cuando el pantalón desabrochado dejaba asomar lo que contenía, cierta idea insoportable le hizo salir de su escondite. Estuvo a punto de caerse después de tropezarse, hasta en dos ocasiones, antes de alcanzar el campamento. Esa noche no apartó la mirada del fuego.

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