domingo, 6 de marzo de 2011

Zhivago



Justo cuando acaban los títulos de crédito apaga el televisor. Es muy tarde pero casi no tiene fuerzas para levantarse e irse a la cama. Tampoco es capaz de evitar que unas cálidas lágrimas sigan deslizándose lentamente hasta el cuello de su camisa. Es muy probable que ese irreprimible sollozo comenzase treinta años atrás, durante unas navidades. Hasta entonces, su mente infantil había conformado un miedo abstracto a la muerte, a la pérdida, a la nada. Recuerda las noches de verano en su habitación, con las sábanas hasta el cuello pese al calor, sin dar nunca la espalda a la puerta, mientras aquellos pensamientos se dirigían a su estómago transformándose en una gavilla de nudos que le dejaba desfondado. Sin embargo, esa primera vez que se topó con el ‘Doctor Zhivago’ no hubo reflexiones más o menos metafísicas sino un formidable asalto perceptivo. Sentado en el suelo enmoquetado del salón contempló los húmedos ojos color avellana de Omar Sharif (ahora diría que no hay en la película un solo primer plano en el que su mirada no esté enjugada por un llanto latente) y le oyó gritar “¡Tonya!, ¡Tonya!”, persiguiendo inútilmente huidizos fantasmas por un desierto de nieve. El rostro de Lara le mostró lo dolorosa que puede ser la belleza. La música de Jarre se coló para siempre en lo más profundo de una memoria aún virgen. Desde entonces, como le ocurría a Sasha cuando le hablaban de su padre, no hubo consuelo ¿Por qué tanto sufrimiento? ¿Por qué tanta injusticia? ¿Por qué ser feliz es una quimera?... Bueno, a pesar de todo, sea o no un consuelo ese niño ha ido comprobando a lo largo de esos treinta años que este mundo encierra algo que merece ser vivido (y eso tal vez esté en nosotros, piensa aunque sin demasiada convicción). En el cuerpo enfermo y desnudo de la madre de Lara a él también le parece encontrar un destello. Incluso hacinado en un sucio vagón para el ganado puedes descubrir una ranura por la que contemplar la luna reflejada en los campos. Como un testigo mudo, la balalaica ha perdido su estridente pintura pero conserva las cuerdas intactas. Por fin se levanta. Se asoma al dormitorio de los niños: no hay luna que iguale esa visión. Ya en la cama, busca a su lado el calor que él no sabe retener, un calor tan generoso como el sol que dentro de unas horas saldrá haga lo que él haga o, lo que es lo mismo, sin merecerlo. Desde Varykino, el aullido de unos lobos asustados precede al sueño agitado de cada noche.


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