sábado, 16 de octubre de 2010

Nadie en la Casa del Aire




Aunque la puerta siempre estaba abierta, llamó antes de entrar. Era un anciano muy delgado y de baja estatura. Vestía traje y corbata, algo insólito en aquel pequeño pueblo salvo cuando venía el notario. Hechas las presentaciones y una vez acomodado en la silla, pasó a exponerme el motivo de su visita. Sus exquisitos modales se acompañaban de un tono susurrante en la voz y el gesto de risueña nostalgia de unos ojos que constituían el único detalle de viveza en su rostro devastado. Según explicó, acababa de comprar una casa junto a la plaza mayor. Por sus indicaciones, supe a cuál se refería. Se trataba de uno de los pocos ejemplos de arquitectura burguesa de principios del XX que a duras penas lograba mantenerse en pie, pese a estar deshabitado. Su ornamentada fachada podía apreciarse desde la ventana del despacho en el que estábamos. En ella se distinguía una inscripción conmemorativa que incluía lo que debía ser el nombre con el que se bautizó a la construcción: ‘Domus Aeri’ (la Casa del Aire). Yendo más allá de lo necesario, tal y como suele ocurrirles a las personas de avanzada edad, me explicó que él no era de la localidad pero sí de la zona, y que, siendo muy joven, tuvo que marcharse lejos, perdiendo todo contacto con los suyos. Con emocionado orgullo paterno me habló de sus dos hijos. El varón, director de una conocida editorial; ella, alto cargo en un banco y abnegada madre de tres angelitos. En esta parte del relato volvió al tema de la casa, comentando que recientemente, estando de viaje, paró aquí a descansar y al ver la singular construcción se encariñó de ella. Sin embargo, dado su ruinoso estado, comprendió que debía abordar una importante obra de rehabilitación para que aquello volviese a parecerse a una vivienda; lo que por fin nos condujo al objeto de la consulta, preguntándome el forastero por los requisitos administrativos, subvenciones, etcétera. El tímido tono jovial le abandonó repentinamente cuando le indiqué que necesitábamos su documento de identidad, escrituras, datos de renta,… Dijo que tenía todas sus cosas en un guardamuebles, dentro de cajas sin etiquetar y que le resultaría muy complicado encontrar aquellos papeles. A continuación, me tendió la mano y se despidió agradecido, remitiéndose a un nuevo encuentro una vez pusiese en orden sus asuntos.
La siguiente vez que supe de él fue un par de semanas después. Llegaba con mi coche a la plaza; aún no había salido el sol y la niebla estaba teñida por las señales luminosas de un vehículo de la Guardia Civil que permanecía estacionado junto con otro de la funeraria, a las puertas del ayuntamiento. Encontraron el cadáver dentro de la Casa del Aire. Días después, las pesquisas no acertaron a manejar otra hipótesis que la de un accidente; caída libre desde una de las plantas superiores derruidas parcialmente. Transcurrieron los meses, contactando con todo tipo de entidades del país que pudieran catalogarse como editoriales o crediticias, pero aún no se había establecido la identidad de aquel hombre. Por el contrario, resultó que uno de esos bancos ostentaba la propiedad de la casa desde hacía mucho tiempo; tanto que no conservaban los datos de su adquisición. La única oferta de compra que recordaban haber recibido se remontaba a unos diez años atrás. La formuló la anterior corporación municipal y fue desestimada por que el precio propuesto por ésta era “excesivamente simbólico” según afirmaba el ahora alcalde, quien tenía una particular propensión a demostrar que era un hombre cultivado.
Finalmente, archivada la vía judicial y después de una penosa y prolongada pelea entre el hospital provincial y el consistorio, el viejo cementerio acogió una sepultura sin nombre pero con fecha. Es muy probable que sólo una mente morbosa repare en el hecho de que el día y el mes que figuran en la lápida coinciden con los correspondientes a la inscripción grabada en la cornisa de ese edificio que puede verse desde mi ventana y que jamás llegó a ser de nadie.

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