martes, 6 de noviembre de 2012

En las afueras























Corro. Estos últimos años he corrido más que en toda mi vida. Tal vez lo hago por la edad, por miedo a mi edad. Pero como en todo, no lo hago bien, no corro bien. La fatiga se presenta desde el inicio y mi trote es renqueante. Por eso busco los espacios menos concurridos, las afueras. Por la noche no me atrevo a ir por el campo que está aquí al lado, así que bordeo la ciudad. Transito por el oeste, donde el sol es un recuerdo vagamente insinuado en el horizonte. Una malla electrosoldada certifica el límite urbanizado. Tras ella, en un océano de oscuros pastos, observo una figura encapuchada que pasea un perro. Se descubre al verme y me saluda. Es un arquitecto, compañero de trabajo, padre, amigo. Le devuelvo el saludo sin detenerme. Es un barrio moderno, de clase media. Hace ocho años sólo era un amasijo de grúas y de esqueletos de hormigón; estampa muy ibérica en la pasada fiesta de la burbuja. La calle se curva dirigiéndome al sur. Me cruzo con otro corredor en sentido contrario. Del lado de los edificios, una pista iluminada junto a la piscina; están jugando al pádel. Continúo con el penoso tran tran. A lo lejos empiezo a divisar otro barrio, un barrio muy distinto, inacabado. Sólo tres bloques de edificios, tres moles, se levantan juntas en un extremo de la extensa urbanización. Acaban de entregar las primeras viviendas. La otra noche, desde el coche vi por fin algunas luces repartidas en distintos pisos. Un parque cubre la colina que corona el barrio. En la cumbre puedo ver gente ya; los primeros pobladores. Decido cambiar la ruta, bajo a ciegas un terraplén, atravieso la carretera nacional, encaro la vía de acceso que cruza por debajo de la línea ferroviaria. La última vez que estuve allí, hará dos años, dos de los tres edificios sólo tenían levantados los forjados de sótanos y planta baja. Yo trabajaba en una oficina de supervisión de estas actuaciones, las denominadas viviendas de protección pública del programa especial. A los pocos meses, la oficina cerró. Asciendo la amplia senda peatonal que conduce hasta lo alto del parque. Algo de la fatiga es levemente sustituida por la ridícula remembranza de Rocky Balboa en su escalada hasta el Capitolio; Bill Conti y su 'Gonna fly now'. Ya arriba, un perrito minúsculo y enrabietado me asalta entre ladridos histéricos. Una pareja joven le ordena retirarse. Les saludo, antes de esquivar al niño que pedalea, en un descontrolado zig zag, con su triciclo. A los pioneros se les perdona todo. Inicio el descenso por la cara oculta de la colina. Más allá, un cuarto bloque se encuentra en fase de construcción; 48 viviendas de protección oficial. Escudriñado el cartel informativo, es hora de emprender el regreso. A la altura de las viviendas recién ocupadas me desanimo al observar que la familia de antes se monta en un coche y se aleja. La única presencia humana visible ahora, yo, se presta a abandonar el lugar. Me llama la atención la enorme barrera que constituye el talud sobre el que descansa la vía del tren, a muchos metros de altura. Al otro lado del túnel encontraré el camino a casa.

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