viernes, 13 de septiembre de 2013

Caro diario


























Le he reconocido a unos metros de distancia. Iba con otros rostros familiares de esta recién erigida ciudad de la administración en la que trabajo. He creído que no me ha visto, de modo que por un momento he descartado ir a su encuentro. Luego lo he pensado mejor (o peor, según se mire) y he acelerado el paso para alcanzarles. Una espesa camisa a cuadros grandes, impropia del verano que aún nos calienta, cuelga fuera del pantalón desde la ligera córcova que asoma en su espalda. Sostiene una gorda mochila que oscila al compás de sus gesticulaciones mientras caminan por una calzada de adoquines levantados. Al llegar a su altura le toco el hombro y, al darse la vuelta, mira algo perplejo al tipo que a un palmo de su nariz, ocultándose tras una espinosa barba cana y unas gafas de sol, le dice: "no has cambiado nada".

La última vez que nos vimos fue hace mucho tiempo. "Hace mucho tiempo" es un concepto indeterminado, sí, pero en este caso se me antoja muy preciso. El mundo entonces aún conservaba su inocencia, creyendo ingenuamente que ya había iniciado el nuevo siglo. En aquella época (también durante un verano) yo era joven, el pelo cubría mi coronilla y no se dejaba ver por mis mejillas. Era el comienzo de la vida adulta y las novedades se sucedían: ejercer la profesión, planes de boda, conseguir un empleo lejos de casa... Llegué a aquel pueblo desconocido para poner en marcha la oficina de rehabilitación de su conjunto histórico, un lugar que se disputaba con otros el prestigio de haber recibido el último aliento, encharcado en sangre, del lusitano Viriato. En la labor me acompañaría un curtido aparejador de la localidad, alguien que, por fortuna, contaba con la experiencia y el reconocimiento de los que yo carecía. Mantenía una intensa actividad profesional y trabajaba en grandes proyectos de restauración arquitectónica a lo largo de la región, a pesar de lo cual aceptó formar parte de la oficina, como una especie de filantrópico servicio a la comunidad. Desde el principio el trato fue estupendo, siempre luciendo una sonrisa que no podía disimular su espesa barba negra. Aparecía montado en su moto, con su aire de Nanni Moretti, y me llevaba a visitar las obras; recorríamos las calles como un filósofo y su discípulo, el uno señalando y comentando, el otro escuchando fascinado... Gracias fundamentalmente a aquel hombre, mi paso por allí es ahora no sólo un agradable recuerdo que trato de describir en esta suerte de querido diario, sino el resultado inolvidable de un aprendizaje que sólo duró unos meses. Un breve lapso que no impide que muchos veranos después -veranos menos luminosos, más cortos e inicuos, de noches más sofocantes, de sueños que no son sueños- vuelva hoy a estrecharle la mano.


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