martes, 29 de octubre de 2024

Genius Loci

 


Genius Loci

Despertó sobresaltado. Todo se agitaba a su alrededor en medio del estruendo. El pozo que le cobijaba estaba hecho añicos, de manera que la tierra de la metrópoli ya no se distinguía del amasijo de arena, piedras y escombros que un extraño monstruo de acero removía implacable. Horrorizado, huyó de aquella nueva devastación. No reconocía nada de lo que veía en la superficie, hasta que reparó en el perfil apuntado de los cerros que rodeaban la Colonia. Algo recompuesto aunque desconcertado aún, se encaminó al cercano arroyo de la Madre. Más bestias acorazadas sobre ruedas se desplazaban rugiendo por una ribera plagada de altas “insulae” que no le dejaban ver el cauce. No había rastro del acueducto, pero una especie de cisterna con seis arcos de cantería labrada le pareció buen sitio para guarecerse. En el interior, un par de rostros desdibujados en la piedra de la bóveda parecían escrutarle con desconfianza. Puede que fueran oráculos o tal vez espíritus protectores, pero al preguntarles por la Madre permanecieron mudos. Temió que ella también hubiera desaparecido. La última vez que la vio fue para despedirse, una vez que se consumó el despoblamiento de la Colonia, tras su destrucción por el vengativo Leovigildo. Recordó cómo intentó disuadirle, poniéndose así misma de ejemplo. Durante cientos de millones de años la Madre había resistido a los tiempos, las glaciaciones y la evolución de las especies; de su lecho habían bebido desde los extintos neandertales hasta los arrogantes visigodos; muchas gentes pasaron de largo y pocas consiguieron asentarse allí, pero la Madre permanecía ofreciendo sustento en mitad de la extensa penillanura. Él, sin embargo, no era tan fuerte como ella. Su desánimo venía de lejos y aquel último estrago destructivo terminó por rubricarlo. La Colonia ya casi era un despoblado cuyos habitantes fueron abandonándola, en favor de la capitalina Emérita, desde su fundación. Con la decadencia imperial, muchos colonos prefirieron trasladarse a los “fundi” del “ager”. De modo que a esas alturas sólo quería regresar al punto en el que fue creado. Por eso, tras la triste despedida se adentró en las profundidades del foro, donde intersecan el “cardus” y el “decumanus”. Bajo su superficie yacía el “mundus”, depósito votivo en el que el “deductor” había vertido ritualmente la tierra de la metrópoli Norba, engendrándole a él para proteger aquella nueva Colonia. Y en ese propósito se sabía ya rotundamente fracasado. Desde dentro, volvió a sellar el pozo y, con la esperanza de que le llevara de vuelta al “caelum”, lentamente fue sumergiéndose en un estado de hibernación inconsciente.

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En aquella morada de los seis arcos, consiguió dominar el pánico que desde el brusco despertar le había acompañado en su huida. Sobre el desconocido ruido de fondo, de vez en cuando reaparecía el de las bestias de acero, entremezclado ocasionalmente con la familiar cadencia de pisadas y conversaciones. Con el declinar del día sobrevino el de aquellos sonidos, permitiéndole escuchar el rumor del agua con el que recobró la esperanza de reencontrarse con la Madre. Antes de salir en su busca, reparó en algo. Una especie de presencia que contrastaba con el hermetismo yermo de las caras labradas en la bóveda que ya no podía vislumbrar. Ya fuera, quedó maravillado ante el espectáculo que tenía enfrente. La ciudad refulgía en contraste con la noche. Parecía querer remontar la oscura bóveda celeste hasta su cenit, exhibiendo una fisonomía muy distinta de la que él había conocido. Mientras trataba de reconocer los vestigios amurallados de la Colonia, una voz del ultramundo al que él pertenecía le hizo darse la vuelta súbitamente. La gran figura luminosa, cuyos destellos alcanzaban la cumbre de la sierra que allí arrancaba, se dirigía a él en una lengua extraña. Su tono no era en absoluto amenazante, de modo que trató de comunicarse con ella. Al responderle que no comprendía lo que decía, la figura pareció reflexionar un instante, tras lo cual volvió a hablarle. Entonces reconoció algunas palabras latinas. “Mons”, su nombre era “Mons”. Al corresponderla, identificándose con su “cognomen”, la Montaña brilló aún con más intensidad.

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Partiendo de la Fuente del Concejo, remontaban la ribera en dirección a la Fuente del Marco. El estrecho cauce se encontraba constreñido por albañales y basura. Ni rastro de los molinos, batanes y hornos que en su tiempo salpicaban sus orillas. Las antiguas huertas, alcaceres y olivares estaban ocupados por calzadas y edificios que ocultaban el trazado de la “via delapidata”.

La Montaña le había tranquilizado sobre la causa de su traumático despertar. Unas obras de canalización hechas sin cuidado eran las culpables. Pero, sobre el estado de la Madre, tuvo que prevenirle sin poder disimular la inquietud. Para aliviarle de su preocupación le contó cómo la conoció. Al poco de llegar a este mundo, cuando aún se alojaba en la pequeña gruta reconvertida en ermita, subió a su encuentro el patrón de la villa. Se llamaba Georgij y llevaba varias centurias allí, coincidiendo su advocación con la toma definitiva de la plaza por parte de las huestes del León Rampante. La Hidra de la guerra había causado sufrimiento y desolación en un territorio que iba a ser delimitado y repoblado por la caballería villana, constituyendo un extenso alfoz del que él sería su guardián. Georgij le habló de la Madre como el espíritu más arcano y sabio del lugar. Juntos tutelaron la consolidación del asentamiento. Tras una época de prosperidad en la villa llegaron los primeros indicios de su declive y, de alguna manera que no lograba del todo explicar, comenzó a presentir la llegada de la Montaña. Pronto cada uno de ellos supo ocuparse de facetas distintas en su común labor protectora. Más conocida como la Ribera del Marco, sus aguas seguirían regando la feracidad de los campos; la original condición defensiva de la villa permanecería en manos de Georgij, mientras que los cuidados de la Montaña se dirigirían al alma de los habitantes.

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Al llegar a la Fuente del Marco, el Genius Loci no pudo evitar estremecerse. Todo se encontraba transformado y sucio. El agua, invadida de maleza que la asfixiaba, estaba grasienta y estancada. Sobre la “via delapidata” campaban los vehículos. La Montaña no se detuvo allí, conminándole a acompañarla unos pasos más hacia el suroeste.

Donde antes se levantaba el “Milliarium” ahora había un crucero y un templo de piedra. En la logia exterior les esperaba Georgij. Menos luminoso que la Montaña, tenía un aire de centurión derrotado. Tras una presentación un tanto reverencial le explicó al Genius que, una vez que de la Fuente dejó de manar el agua del Calerizo y ante la situación calamitosa del Marco, había convencido a la Madre para que descansase en aquella Iglesia del Espíritu Santo erigida por templarios. El interior era austero pero acogedor y, como sin querer acaparar todo el espacio, la Madre yacía en un lateral. Mucho más envejecida, su frágil aspecto pareció animarse un instante, aunque sus palabras arrastraban el esfuerzo con el que saludó al hijo pródigo.

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Quién iba a pensar que, después de tanto tiempo, la supervivencia de la Madre se encontraría en peligro inminente. Ha llegado el momento de cuidar a la cuidadora. La ciudad ha expandido sus límites multiplicando veinte veces su extensión, convirtiendo la Ribera del Marco en un imbornal de residuos. Georgif permanece en alerta ante la amenaza ígnea del Dragón. La Montaña vela por unos habitantes que ya no saben comunicarse con ella. El Genius Loci sondea cada rincón de la ciudad, intentando comprender sus claves. Ordenando el caos de aquel enorme entramado de actividad humana, trata de ayudar a la Madre. Y, ahora que no está sólo en la tarea, puede que haya un futuro esperanzador para este lugar que llaman Cáceres.

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