sábado, 14 de agosto de 2010

Breves impresiones monomaníacas



Publicado en 'Sombras Recobradas'

Exordio
El siguiente texto es resultado – casi espontáneo – de la invitación a colaborar en la revista Sombras Recobradas. Quien suscribe no es más que un vulgar diletante del Cine que se ha colado en esta erudita publicación para verter algo de lo que ese elemento clave de la cultura reciente supone en las vidas de ciertos personajes que habitan lo cotidiano. Lejos de la originalidad, puede comprobarse cómo cada escena descrita a continuación proviene de una ficción ya contada. De la azarosa unión de minúsculos pedazos de celuloide surge una suerte de triangular crónica inventada. Por ello – y una vez descartado el mejor destino posible para este material: la papelera – se me antoja acertado que la editora haya decidido incluirlo en la sección “Juego de Sombras”, ya que literalmente no es más que eso (naturalmente la sección es, en cambio, mucho más). Por último, algo del título también se lo debo, y agradezco, a la responsable aludida.
I
Sientes el frío del cristal cuando apoyas la cara en la ventana del autobús; el mundo pasa de largo; el sol deslumbra; sus ráfagas cortas pugnan con sombras proyectadas por volúmenes invisibles. Ya en la calle, vulnerable y expuesto, caminas hacia ninguna parte. Como un acto reflejo, cuando tu mirada se cruza con la del otro, la bajas al suelo de los irredentos. Esa actitud delatora acentúa tu condición de sospechoso y piensas que te están siguiendo. Los hombres de gris, los señores ocultos, tal vez antiguos hermanos de sangre…Tratas de hacer lo que te enseñaron, pero aquí fuera todo es más difícil. Te paras y miras atrás. Un cóndor pasa por encima, alcanzando la línea del horizonte ahora sólo interrumpida por el negro contorno de una acacia solitaria. Un ciervo irrumpe de pronto en mitad de la calzada y alguien, que lleva una gorra de tu equipo, te salva de un atropello inevitable. Mientras nada de eso sucede y la última visión fugaz de unos ojos abrasadores se funde en blanco, continúa susurrando desde tus entrañas la persistente banda sonora donde percuten latidos de un corazón roto.
Sin saber cómo, llegas donde te esperan. Las voces de las viejas películas logran que cierres los ojos, acurrucado en el sofá.
Un buen día todo lo que está alrededor se desvanece, salvo la pantalla.
II
Después de uno de esos exámenes de cuatro o cinco horas, la mañana de un sábado cualquiera, sueles ir a tomarte otras tantas cervezas y acabar sólo en una sesión vespertina de cine. Nunca antes habías estado en aquella sala grande e inclinada. Los cómodos y espaciosos asientos, para lamento de Hitchcock, se encuentran en su mayoría vacíos. La película se titula “al caer el sol”. Como en otras ocasiones, al final de la proyección permaneces inmóvil, hipnotizado por el lento desfile de los créditos al son, ahora, de Elmer Bernstein. De repente, el universo negro en frente, constelado por letras blancas, es atravesado por un haz de luz que obliga a cerrar los ojos. Tardas en comprender que se trata de la puerta de salida, y que has de levantarte y volver al mundo. Agradeces que aún sea de día. Despacio y por separado, los pocos que compartíais soledad, abandonáis aquella mole de brillante aplacado. Al incorporarte a la calle, tal vez porque el sol está bajo o bien tratando de protegerte de la gente, te calas la gorra hasta las cejas. Pese a todo, al momento de cruzar por un paso de peatones, alguien que viene de frente se te echa súbitamente encima. Instintivamente le interceptas con una especie de abrazo. Él levanta la cabeza y, después de lanzarte una mirada casi de reojo, se separa de ti y continúa su camino. Al poco de reiniciar el tuyo, te detienes. Ahora eres un niño y es el desconocido el que te lleva en brazos, alejándote de unas llamas que acaban con tu pasado.
III
Distingues su peculiar gorra de entre la marea de cabezas flotantes. Es la misma que llevaba dos años atrás, cuando te lo presentó el dueño de la Academia; la misma que hacía un año sujetaba con ambas manos en el umbral de la puerta de tu despacho, como siempre que se despedía de ti, sin que en ese momento supieras que ese día también lo había hecho del trabajo, y que ya no volverías a verlo… hasta hoy. Dudas si ir a su encuentro y permaneces absurdamente parada en medio de una lluvia de asteroides. Ignoras que aunque él pudiera verte en ese instante, hace tiempo que descartó la posibilidad como verosímil, pues cierta Idea de ti permanece en sus entrañas como una memoria artificial inoculada con el propósito de objetivar lo inexplicable. Tampoco oirás las palabras que se estrellaron una y otra vez en el interior del que brevemente compartió un trecho de tu camino y se perdió en el suyo. No sabes que en El Chiado, un apartamento vacío pero recién pintado aguarda inútilmente tu llegada. Desde allí se ven llegar los barcos. Nadie te dirá que fuiste un reflejo punzante sobre la cubierta de un ballenero que jamás alcanzará los mares del sur. Nunca sabrás que surgiste de un resplandor que grabó a fuego el vértigo de un abismo inefable, donde sólo se intuyen lejanos cánticos de gitanos que atraviesan una estepa nebulosa, desde un tiempo que no volverá.
El ligero movimiento de una ventana desvía irreversiblemente los rayos de luz y todo vuelve a la nada. Cuando al fin la vista retorna a tus ojos ya sólo encuentra lo que no fue, moviéndose impasible a 24 fotogramas por segundo.
Junio 2010.

3 comentarios:

  1. carlos, tres maravillosos relatos. el I lo habia leido... pero el III me ha encantado!!!
    (disculpa la ausencia de tildes, cosas de la tecnologia...)

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  2. Gracias, Rubén. Viniendo de ti es todo un honor.

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