domingo, 29 de mayo de 2011

La Institución (III)



Sentado en un banco de piedra Costa parecía contemplar la sierra, iluminada aún por un sol bajo. Lo cierto es que en su cabeza la imaginaba a Ella, jugando de niña como las chiquillas que cuchicheaban a pocos metros. Sus risitas adornaban un trasfondo de rumores de agua y aire surgidos de la eterna lentitud de un pueblecito entre montañas. El sonido de un impacto (tal vez un volquete descargando) le devolvió al presente. Se le antojó que su compañero estaba tardando. Echó un vistazo inútil a su móvil pues, unos kilómetros antes de llegar, habían comprobado que no tenían cobertura.
Conscientes de que en aquel pequeño caserío llamarían la atención, se presentaron como integrantes del equipo redactor del plan urbanístico municipal. Después de un breve paso por el ayuntamiento (cerrado en un primer momento, hasta que encontraron al secretario en el bar de enfrente) recorrieron el pueblo portando unos planos que, por otro lado, mostraban el objetivo real de su visita. Costa llevaba tiempo dedicado a investigar los curriculums de los candidatos a magistrados del Tribunal Superior de Justicia. Uno de ellos, el abogado Ángel Olivero, era autor de diversa legislación y de publicaciones especializadas. Soltero, de perfil independiente y solitario, su historial presentaba ciertos claroscuros pendientes de aclarar (apadrinamientos y enemigos declarados a cada cual más poderosos, tendencias contrarias a ciertas directrices del Partido, etc.). Dirigía sus actividades desde aquella pedanía situada al norte de la provincia, apoyándose en un puñado de colaboradores y en las prestaciones de internet. Faltaban pocos días para la fecha de designación en la Asamblea y no había tiempo para culminar los procedimientos habituales, de modo que Costa consiguió que Héctor moviera los hilos para que Olivero fuera citado en la capital por el Emperador, momento apropiado para poder escudriñar en la morada del abogado. En la improvisada misión contaría con la ayuda de Martín, un husmeador callado, viejo camarada de la primera época.
Se habían separado al terminar de comer (en el mismo bar del que era parroquiano el secretario). Dado que Costa no era precisamente un agente de campo, Martín se adelantó a reconocer el terreno. Mientras tanto, Costa continuó deambulando por las callejuelas hasta que llegó al lugar acordado. El parquecito donde aparcaron el coche estaba a la entrada del pueblo. La apacible espera ('espiar es esperar' era una afirmación probada) iba dejando paso a una creciente impaciencia. Por fin apareció Martín, camino abajo desde la casa del abogado, a las afueras del núcleo urbano.
—Roberto, ese tío ha cambiado de planes y, en lugar de acudir a Palacio, ha preferido pegarse un tiro con su escopeta —El impasible husmeador hizo la revelación nada más unírsele dentro del coche—. Me he quemado al quitarle la toalla del careto; ha debido utilizarla como silenciador.
Costa permaneció en silencio como si no hubiera oído nada, concentrado en enrollar los planos y en acomodar el resto de artilugios que llevaban encima. Cuando terminó, miró a su alrededor. Ya no había niñas jugando en el parque. Las sombras habían cubierto la sierra por completo. Con un gesto le indicó a Martín que arrancase.

sábado, 28 de mayo de 2011

El ciudadano de bien



El ciudadano de bien se crió en el seno de una familia trabajadora, estudió y sacó buenas notas, disfrutó de largos veranos, más de una chica le embrujó, alguna le hirió, él hizo lo propio, desarrolló el gusto por la música, el cine, la literatura, la pintura, conoció otros lugares, se tituló en la universidad, comenzó a trabajar esperando aprender un oficio antes que recibir un sueldo, cuando el sueldo llegó se casó con su novia, se hipotecaron, tuvieron hijos, perdió el trabajo, más tarde lo recuperó. El ciudadano de bien se sumó a otros ciudadanos que, como él, estaban descontentos con el presente y preocupados por el futuro. Una porra con membrete le hizo comprender que un ciudadano de bien no se distingue especialmente de cualquier otro tipo de res.

domingo, 15 de mayo de 2011

La Institución (II)

Aunque parte de los datos recabados por los husmeadores podían ahora consultarse por ordenador -de lo cual, Hector presumía con satisfacción-, la documentación seguía consistiendo en un montón de escombros recogidos al azar. Tras unas horas persiguiendo a los informáticos para que resolviesen el problema de los permisos y la codificación, y después de un sesudo trabajo de restauración bibliográfica consistente principalmente en reordenar el 'expediente' por orden cronológico, Costa dispuso de un cierto conocimiento del personaje y sus hechos:
Marcelino Sánchez Almeida. Alcalde de Alvilla y diputado provincial con cartera (Desarrollo Local) desde 2003. Reelegido en dos ocasiones. Autoproclamado candidato a las próximas elecciones del presente año. Hace cuatro meses, su partido -el mismo que gobierna esta apartada región- le comunica que no cuenta con él para una nueva legislatura. Razón: no consta en el expediente. "Se les rompió el amor, Costa... ¿Qué más da?", en palabras de Hector. La recopilación de recientes noticias publicadas en prensa, sobre su abandono del partido y la formación de uno nuevo para concurrir a las municipales, se acompaña de un mal redactado y no consignado informe con los últimos movimientos y contactos.

Lo que no decían los archivos es que, diez años atrás, Costa se cruzó en el camino del político. El jefe de servicio de entonces, al parecer amigo de Almeida, les puso en contacto. Al sureste de la región la Consejería celebraba unas jornadas profesionales. Nada más subirse al coche, Almeida, que iba a participar en una de las mesas redondas, agredeció a su acompañante que pudiera llevarle hasta aquel antiguo reducto templario. Si el trayecto de ida sirvió para hablar de si mismo -no cabía duda de que se concedía una buena nota como católico actívamente practicante-, la vuelta la invirtió en interesarse por las aptitudes espirituales del conductor. A esas alturas Costa no estaba para sostener discusiones teológicas, de modo que le devolvió una serie telegrafiada de sinceras dudas existenciales junto con la promesa de buscar respuestas, mientras se disponía a adelantar a un camión en mitad de una tupida niebla. En ese momento, Almeida dijo que la Fe era eso mismo; "cambiar al otro carril aunque no se vea nada, confiando en que no nos topemos con ningún obstáculo".

Hector se sorprendió cuando Costa le pidió retirar personalmente al sujeto en cuestión, accediendo con algo de escepticismo. La tarea le llevó mucho menos tiempo de lo que duró aquel viaje al sureste. Del lustroso escritorio castellano de Alcaldía, recogía las pruebas de los pecados que le proporcionaban a Almeida el objeto de su diaria flagelación nocturna. Sólo un resquicio de luz eléctrica se filtraba por la cortina aterciopelada que cubría la puerta balconera. De espaldas a la acción, Almeida permanecía recostado en el sillón como escrutando esa misma ranura luminosa.

Antes de salir, escuchó la pregunta. -¿Qué pasó con tu búsqueda, Roberto?.

-Se la tragó la niebla-. Y se marchó.

domingo, 1 de mayo de 2011

Madre

En las lineas de abajo se reproduce el monólogo de una película que no sé si has visto: "Roma" (2004), dirigida por el argentino Adolfo Aristarain. En el guión interviene Mario Camus. Si no la has visto te diré que el título es el nombre de la madre del protagonista. Tal y como le aconsejó su padre cuando era pequeño, aunque unos 50 años después, se acerca a la orilla de un rio cualquiera para gritarle toda la bronca, la tristeza, el mal que lleva dentro y se los lleve la corriente:

No tengo nada para echar al río...
Ahora que puedo hablar...
No tengo nada...
La tristeza...
pero ya es una parte mía.
No tengo otra cosa...
Tanta vida y tan poco.
Sólo me queda tu recuerdo, mamá.
Tan convencida de que valía para algo.
¡Cómo me protegiste y me enseñaste!
¡Cómo me quisiste!
No hay otra cosa en mi vida...
que valga la pena recordar.