domingo, 20 de enero de 2013

La Institución (IX)

















Sin perder un sólo grado de rectitud, la calle se iba transformando en carretera a la vez que la ciudad se desintegraba en su recorrido. Aparcó justo delante de una especie de obelisco de chapa que señalaba el lugar. El viento que le acompañó unas horas antes en su vigilia dejaba constancia de sus estragos con una notable muestra de ramas de árbol caídas, basura esparcida y alguna que otra señal de tráfico tumbada. La enorme puerta de barrotes gimió al abrirse. Al fondo de un paseo encharcado estaba la cueva, exhibiendo un oscuro umbral de piedra caliza, enjaulada con barrotes como los de la puerta. No había nadie en el parque. Entró en una anodina edificación de una altura que se encontraba a medio camino del paseo. Un hombre de aspecto aburrido le recibió sentado tras un mostrador. Aunque estaba solo, le pareció oír susurros de niños. Pero esas voces pertenecían a un pasado lejano y, como un acto reflejo, echó mano al bolsillo del chaquetón donde hasta hace no mucho solía llevar la petaca. Atravesó, agachado, la gruta de poliuretano que reproducía la original. Allí las voces ausentes eran más nítidas y tuvo que pararse para no marearse. Dudó en recular pero el espectro chinesco de una delgada figura femenina se lo impidió. Aquella sombra se iluminaba justo en la zona de la cara; le sonreía. Con el pulso acelerado llegó hasta la sala del final. Se sentó a unos metros de la mujer que estaba sola en la grada, frente a la pantalla.

-¡Costa, por fin te dejas ver!

En ese momento, dos niñas ruidosas irrumpieron en la sala. -Chicas, id a jugar a la cueva, que vosotras ya habéis visto la película-. Costa no habló hasta que se apagaron las luces.

-Si te pagan lo que a mí, entiendo que no te llegue para un  canguro, Laura.

-No, Roberto, no es eso. Tú eres inofensivo- Oyó, mientras contemplaba al cazador que se desangraba en el interior de la prehistoria. -Me han encargado que compruebe si estás en condiciones.

El hombre cansado se levantó y se interpuso entre la mujer y la pantalla que ahora mostraba una mano sin meñique, aerografiada en la roca. Se abrió el abrigo como para dejarse cachear, pero ella no se inmutó. Sacó el sobre del bolsillo donde hace no mucho solía llevar la petaca y lo lanzó al regazo de la mujer.

-Están muy mayores... y muy guapas.
-¿Y los tuyos? -Respondió ella.

La pregunta quedó flotando en la oscuridad cuando Costa abandonó la habitación. Al llegar a la salida, el  ordenanza con aspecto de aburrido se levantó pesadamente y le entregó una bolsa.

-Aquí tiene, señor. Un recuerdo.

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