domingo, 26 de diciembre de 2010

Sin resaca

No olvidaba que a Nando le molestaba mucho que le hicieran esperar, de modo que Alfredo caminó deprisa por unas calles salpicadas de provinciana bisutería navideña. Sin embargo, quien esperaba frente a la puerta del bar era Felipe, fumando tranquilamente uno de sus cigarrillos liados. Se saludaron con un abrazo al tiempo que Nando se les unía. Llevaba una de esas gorras de paño con aire 'retro' y se acercaba con una amplia sonrisa. Ya dentro, eligieron una mesita frente a la ventana. Al rato apareció Juan, lo que provocó una nueva oleada de besos y abrazos, esta vez con la dificultad añadida de un espacio reducido repleto de obstáculos, alguno de ellos animados, como el bromista ebrio que les cedió una cuarta silla. Cuando Juan se interesó por Nando en particular, éste confesó que empezaba ahora a sentir el duelo, cumplido ya medio año de piranesianos trámites burocráticos tras la inesperada muerte de su padre. Después de varias rondas de cerveza y un par de raciones, mientras Nando y Juan elaboraban el habitual y no menos brillante panegírico cinematográfico, Alfredo y Felipe mantuvieron una pequeña conversación; un intercambio de confidencias similar a las que solían producirse cuando no eran más que un par de estudiantes, con la diferencia de que ahora era Alfredo quien se encontraba perdido. Por último llegó Lino, momento a partir del cual comenzó el inevitable recordatorio de anécdotas: botellones furtivos, procaces retratos de chicas del instituto y gamberradas que bien podrían haber sido consideradas actos terroristas. Felipe se refirió a una vez en la que acabó tan mal que tuvieron que apartarle de sus propios despojos, una noche de concierto en la plaza de toros. Durante todos esos años, Alfredo no habia vuelto a pensar en aquel episodio y casi se sorprendió cuando Felipe señaló que fue él, precisamente, el que le subió a su ciclomotor y le llevó a su casa. En cambio, Alfredo guardaba en su memoria otra ocasión en la que Nando, Juan y él, junto con otros amigos, pasaron un extraño fin de semana en un viejo chalé. Recordaba el intenso aguacero que en el momento del regreso embarraba un campo en el que no había otra cosa que pedruscos y culebras. Además, alguno estaba enfadado porque el día anterior hubo discusiones y peleas; otros estaban nerviosos debido a que la furiosa lluvía era incesante. Cada uno parecía ir a lo suyo y la partida se produjo de forma desordenada. No todos tenían moto, ni siquiera para ir de paquete. Entonces Alfredo decidió hacer 3 viajes. Primero llevó a un chico que llamaban Nene, luego volvió a por Juan. Cuando regresó a por Nando, el camino se había convertido en un riachuelo y estaba oscureciendo. Estaban empapados cuando su amigo se apeó cerca de su casa. Al tomar la rampa del garaje y torcer, la moto derrapó y Alfredo quedo tendido boca arriba. Permaneció así, tumbado, un tiempo indeterminado. No sabía por qué exactamente, pero se sentía un idiota. Se quedó mirando las gotas de lluvía que caían sobre su cara. A pesar de que era un proverbial charlatán, núnca contó aquella historia. Y esa noche de reencuentros tampoco lo haría.

A la mañana siguiente, lo primero que llamó la atención de Alfredo es que no tenía resaca. Por la tarde, a pocas horas de la Nochebuena, volvió a ver a Nando. Coincidieron al visitar a la abuela nonagenaria que tenían en común. De nuevo se sorprendió cuando éste le dijo que la noche anterior regresó a casa riéndose, nada más despedirse. Se lo imaginó, con la gorra de paño de su padre, caminando solo, temblando, no de frío sino de risa. Pensó tambien en Felipe, en el buen momento que atravesaba; en Juan, el entusiasta comunicador -cómo le hubiera gustado tenerle de profesor-; en Lino, el único de ellos al que por suerte veía a menudo. Quizá ninguno cayó en la cuenta de que, durante demasiados años, hasta la noche anterior no habían vuelto a estar todos juntos. En cualquier caso -pensaba Alfredo- habían llegado a tiempo para levantarle de un suelo donde las lagrimas se diluían con la lluvia.

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