lunes, 6 de septiembre de 2010

Las brumas del Tajo

Aun no ha amanecido cuando el coche alcanza las primeras curvas de la nacional, a su paso por el embalse. En un instante, el espacio infinito de horizontes en penumbra se comprime hasta los límites del cristal. La niebla acaba con las formas, como un avión al tomar altura en dirección a la nada. Es entonces cuando el conductor apaga la radio, cortando así el último hilo que conecta con el exterior tangible. Acompaña al silencio tan sólo un tímido y constante ruido, mezcla de combustión, rozamiento y aire. Sin embargo, a lo largo de aquel túnel sin extremos, las brumas del Tajo traen su propio repertorio de sonidos e imágenes. Ahora, a la luz resplandeciente de un día soleado, el antes conductor es un niño que ocupa el asiento del copiloto. Introduce la única casete que hay siempre en el coche, reproduciendo las cuatro estaciones de Antonio Vivaldi. Un señor mayor va al volante. Viste elegantemente pero sin ostentación. Su aspecto es tan pulcro como el del automóvil. La armonía sería perfecta sino fuera por un detalle que llama la atención del chico. Entre su abuelo y él hay un agujero; una quemadura de cigarrillo en la tapicería que parece no tener fondo. La yema de su dedo índice acaricia los bordes, sin atreverse a ir más allá. Vetas de ceniza brillan en su interior, como los restos de una vieja y olvidada historia que, al encontrarse mutilada, ya no puede contarse. En un momento del viaje, el niño por fin se decide y al acercarse a mirar dentro, se lo llevan las sombras.

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