lunes, 6 de septiembre de 2010

Stefan






Individuos estrafalarios abordan a los turistas en las puertas de la Acrópolis, ofreciéndose en varios idiomas como guías en su visita. Trata de sortearlos un alegre grupo de estudiantes españoles al que acosa, en particular, una mujer gorda y sudorosa, de largos cabellos y sombrero de paja, escoltada por una gavilla de gatos callejeros. Al llegar a Los Propileos, alguien la aparta con un simple toque en el hombro y se coloca frente al grupo con los brazos abiertos, mostrando una sonrisa amplia. El anciano, de acartonada piel morena, viste una chaqueta gastada de tweed, bajo la que asoma una camisa de color indefinible, abierta hasta el abdomen. En el pecho lleva una tarjeta de identificación con el nombre de Stefan. A modo de diadema, unas dobladas gafas de policía californiano coronan su cabeza blanca. En un aceptable castellano, despliega toda su simpatía y advierte con énfasis que es el único conocedor de los secretos de la famosa ciudadela ateniense. Tarda sólo unos segundos en convencer a los estudiantes y en fijar un precio. A continuación, los lleva dentro del recinto, sin prisa y deteniéndose cada pocos pasos; señala con el índice aquí y allá, contando la historia como el que reconstruye los hechos de un crimen.

Es temporada baja y el gobierno griego aprovecha para rehabilitar sus monumentos. Todo está andamiado; se oye el ruido de las obras y las maquinas no cesan de taladrar, perforar, levantar,… Stefan se acerca tanto a sus rendidos seguidores que les hace llegar el aroma de esa especie de anís que llaman Ouzo. Su mirada, cubierta de homogéneo velo gris, persigue sin disimulo los ojos de las chicas. Ordena silencio y obliga a todos a agacharse, haciendo que contemplen las filigranas de una vieja basa que ya no sostiene ninguna columna. Por encima del fragor, se eleva la letanía de este guía homérico: —¡Fijaos…! —dice. —¡Hace más de dos mil quinientos años…y sin Black&Decker!.

No hay comentarios:

Publicar un comentario